Cuando aparecen casos tan indubitables de alguien en el sector empresarial pagándole una coima a un funcionario para conseguir un beneficio indebido, como el de Sada Goray, uno escucha comentarios como que “a esa persona no se le puede llamar empresaria”, dando a entender que “empresario” y “delincuente” son, por definición, categorías mutuamente excluyentes.
A veces incluso se formula esto como una crítica a los medios por cubrir la noticia utilizando aquella etiqueta, como si la comisión del crimen formatease al delincuente y lo hiciera perder en automático todas sus asociaciones previas. Esos mismos medios, dicho sea de paso, no podrían hacer ellos una excepción negándose a identificar al otro principal involucrado en este caso, Mauricio Fernandini, como “periodista”.
Es comprensible que todos queramos proteger las etiquetas que sentimos que nos representan del efecto que tiene sobre ellas el que algunos de sus peores exponentes estén tan a la vista. Nos preocupa, válidamente, que se generalice en función de estos malos elementos, y que por tanto se trate indistintamente a todos como si fueran delincuentes en potencia.
Hay detrás de esto un argumento de justicia. Las responsabilidades penales son individuales. Justos no pueden pagar por pecadores. La predisposición al crimen no se contagia necesariamente por pertenecer a una misma industria ni es una derivación de que uno persiga el lucro con su actividad, cosa que, dicho sea de paso, todos hacemos cuando buscamos que nuestro trabajo sea remunerado al punto que nos permita ahorrar.
Nos sentiríamos todos mucho más cómodos, ciertamente, si pudiéramos borrar de un plumazo a todos los transgresores que avergüenzan a nuestro oficio, si pudiéramos quitarles la etiqueta con efecto retroactivo, hacer como si nunca hubieran existido para nuestro gremio, colegio profesional o lo que fuere.
Pero eso no pasaría de ser un autoengaño. Un mero ejercicio de control de daños para tapar la realidad en vez de enfrentarla. Imagínense si aplicamos ese mismo criterio a los políticos. ¿Deja de ser político quien pide o acepta un soborno? Si hablamos de un ministro o un presidente, ¿no siguen acaso ejerciendo sus cargos con normalidad si nadie los detecta? Negar la realidad en este caso nos impide reconocer lo más importante: que en términos sistémicos hay algo que no funciona, porque la política sigue habilitando comportamientos delictivos en lugar de prevenirlos.
El argumento de “no incluyas a los delincuentes en mi categoría” no solo supone la negación de una parte de la realidad, sino que perniciosamente intenta convencernos de que el problema es de alguien más, que no se espera que nosotros hagamos algo al respecto.
A nadie que no sea Sada Goray se le pueden achacar las responsabilidades de Sada Goray. Sin embargo, uno sí puede preguntarse: ¿cuántas oportunidades de deslindar de este tipo de conductas he desaprovechado en mi oficio o actividad profesional? ¿Cuántas veces he tomado posición respecto de estos temas y exigido que se haga más en la organización donde trabajo o en los gremios a los que esta pertenece si puedo hacerme escuchar allí? ¿Cuántas veces he preferido evitar el conflicto porque no quiero pelearme con gente que frecuento socialmente o conozco de tiempo atrás? ¿Cuántas veces uno mismo ha tolerado sus propias transgresiones porque las ha considerado inmateriales, como pagarle una coima a un policía?
Precisamente porque los seres humanos somos falibles es que la responsabilidad de controlar nuestras transgresiones no puede ser solo individual, sino también colectiva, y que hay sanciones sociales que son más disuasivas que las legales. No es lo mismo que la corrupción sea un error (‘bug’) del sistema a que sea uno de sus componentes esenciales (‘feature’). En el Perú ocurre lo segundo, y el que se trate de un problema sistémico supone que, para corregirlo, necesitamos exigir de todos los que de una u otra manera participamos en él conductas que hoy no estamos exhibiendo y compromisos que todavía no hemos asumido.
Aun cuando no seamos personalmente responsables por los que coimean, somos personalmente responsables de dejarles a nuestros hijos un sistema menos corrupto que el que recibimos.