Una larga campaña electoral unidos en la plancha presidencial de Perú Libre los hermanó. Pero, más todavía, los casi 500 días en los que Boluarte trabajó a las órdenes de Castillo explican por qué, en varios ámbitos, los dos desgobiernan de manera muy similar.
Comparten, para empezar, una tremenda degradación de la gestión pública, consecuencia de designaciones ministeriales y de otros funcionarios de alto nivel que, con algunas excepciones, carecen de idoneidad para el cargo. Añádase la altísima rotación y la ausencia de políticas públicas serias en ámbitos claves.
Es cierto que Boluarte no continuó el camino de Castillo de constante confrontación con la inversión privada y que, en eso, el daño es mucho menor. Pero, en la muy importante Petro-Perú, ella sigue con la política estatista y la sangría de recursos públicos que merecían mejor uso. También coinciden en su sumisión al Congreso en sus sucesivas rendiciones ante la minería ilegal.
En temas de seguridad y ante el avance de la delincuencia, ambos optan por los estados de emergencia. Mal concebidos y sin cumplir la tarea previa de saber a quiénes detener, estos terminan siendo poco más que fuegos artificiales.
En relación con la justicia y estando ambos investigados por la Fiscalía de la Nación por corrupción y otros delitos, optan por un enfrentamiento frontal con el Ministerio Público, obviando su condición de jefes del Estado.
Coinciden, igualmente, en “influir” en la policía para que “colaboren” en la no detención de prófugos. En el caso de Castillo, los nombres más llamativos son el del aún prófugo exministro Juan Silva y el de su sobrino Fray Vásquez, ahora aspirante a colaborador eficaz contra su tío. Con Boluarte, Vladimir Cerrón lleva más de un año prófugo y el hermano Nicanor, más de tres semanas.
Otra característica compartida es la de utilizar al Ministerio del Interior como instrumento de sus venganzas.
Recuerden que Castillo estalló en furia cuando el coronel Harvey Colchado cumplió la orden judicial de allanar la residencia presidencial en busca de su hija putativa. Por ello, se lanzó en una guerrita personal contra el coronel, que no pudo concluir con éxito al fracasar su golpe de Estado.
Lo de Boluarte es casi idéntico, dada la rabia que le causó que Colchado, cumpliendo una orden judicial y acompañando a la fiscalía que la había solicitado, allanara su vivienda.
Ella ha ido más lejos y la razia incluye a la Diviac y a oficiales que, autorizados por su comando, apoyaron al equipo especial de fiscales contra la corrupción del poder. Y ella sí tiene tiempo para cumplir su venganza. Así, salvo rarezas de último minuto, la presidenta va a pasar al retiro a todos los oficiales que le sea posible, para tapar que en el montón estén oficiales muy valiosos para la difícil lucha contra el crimen organizado y la corrupción.
Coda: Dos monstruosos asesinatos nos han estremecido. Las historias tienen en común que la tragedia empezó cuando los familiares fueron a la comisaría pidiendo ayuda en la búsqueda de sus hijas desaparecidas y, en ambas, la respuesta fue la indiferencia. Nadie asume responsabilidad.
La presidenta, con la intención de distraer la atención de las frivolidades que la persiguen, plantea discutir la pena de muerte. Obvio, se suma el ministro del Interior para sacar cuerpo de su responsabilidad política. Predecible, apoya el de Educación con su usual ecuanimidad. Otros más se unen al coro, canjeando sobonería por estabilidad. Deplorable lo del canciller, que debiera aportar sensatez y no inventar que “es un debate abierto en todos los países”; más aún, sabiendo que, como en tantas ocasiones, esta gastada cortina de humo no pasará de ser otra quimera distractiva.