Maite  Vizcarra

Un fetiche es un objeto de deseo que suple nuestros anhelos o tranquiliza nuestras ansiedades. De ahí que, muchas veces, se le atribuyan más cualidades de las que tiene, en base a un juego de autoengaño que nuestras mentes o percepciones nos plantean. Fetiches hay no solo en el ámbito de lo emocional, también en el ámbito de lo político, y resulta que el último gran fetiche en el Perú es la llamada .

Y es que ha surgido en parte de la población –mucha de la cual hoy marcha en las calles de Lima– la idea de que será esa ágora la que mágicamente resolverá todos nuestros problemas que van desde la inequidad social y la falta de empleo hasta una educación pública de baja calidad; todo gracias a que modificaremos nuestra Política.

Quienes demandan a viva voz el establecimiento de esa ágora le han transferido a ese fetiche múltiples pasiones y fantasías que difícilmente se van a concretar allí. Se arguye que será esa asamblea constituyente la que va a inaugurar un nuevo Perú en base a la “escritura” de una nueva Carta Magna en la que vamos a participar todos. Definitivamente es una fantasía que solo un fetiche puede facilitar.

Y aquí hay que explicar claramente que quienes impulsan la asamblea constituyente magnifican sus efectos de representación, pues en ella no vamos a poder estar todos los peruanos, aun cuando lo anhelemos. Detrás de esa ilusión contrabandeada, aparece soslayado el anhelo de curar el gran mal que expresan varias democracias representativas en varias partes del mundo: el distanciamiento entre los ciudadanos y sus mandatarios representantes.

Hay, pues, la ilusión de que “la” asamblea constituyente nos va a permitir corregir el error de haber escogido representantes corruptos o que no responden a nuestros intereses, vía este plebiscito.

Pero eso no es cierto. Convengamos que no existe mucha claridad entre los peruanos respecto de qué puede ofrecer una asamblea constituyente más allá de satisfacer la ilusión de tener poder y lograr conquistas sociales que aún están pendientes. Esto, si quisiéramos ser institucionalistas. Pero la población es más concreta: salvo la reposición del servicio militar obligatorio en el país, no hay mayor consenso en para qué se quiere escribir de nuevo una Constitución.

Y si así fuese, quienes enarbolan la bandera de “la asamblea” le atribuyen también el poder de terminar con brechas sociales vía la modificación de la llamada constitución económica –para lo que no es necesario una asamblea constituyente ‘per se’, pues el cambio del capítulo económico puede modificarse vía los propios mecanismos del Parlamento y un número determinado de votos– o la creación de más espacios de participación política –que fácilmente podrían suplirse con la vuelta a la bicameralidad, logrando un mayor número de representantes, o con el establecimiento de cuotas electorales específicas–. Ambas situaciones son claramente posibles sin tener que recurrir a una constituyente.

Los fetiches son apoyos emocionales. Hoy, la demanda de una constituyente se ha convertido en el fetiche de quienes buscan crear una ilusión de solución a amplias demandas sociales que una mala clase política –y, sobre todo, una deficitaria administración pública– no ha podido satisfacer.

Con todo, las marchas y su lamentable violencia nos han permitido conocer diversas agendas que se desenvuelven en esta suerte de democracia callejera que está buscando llegar al poder, aunque de manera inorgánica y rabiosa. Hay, pues, en los peruanos el anhelo de crear un espacio –real o virtual– en el que todos podamos escribir juntos un nuevo país que nos represente mejor.

Tenemos que crear ese espacio de manera urgente para morigerar las pasiones. Pero ese espacio no es una asamblea constituyente.

Maite Vizcarra Tecnóloga, @Techtulia

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