Cuando el rey de Francia perdió la corona y con ella su cabeza, el mundo cambió. No de forma serena, sino dramática, porque luego de un gobierno del terror y muchas idas y venidas se dejaba de lado un régimen en donde no había movilidad social; es decir, donde se nacía aristócrata y se moría aristócrata, donde se nacía esclavo y se moría esclavo, y donde el mandato de la Iglesia podía ser incuestionable. En teoría, aparecía un nuevo actor social, aquel llamado “individuo”. Sí, amable lector, ese ser que somos ahora nosotros, angustiados porque tenemos miles de posibilidades reales e imaginarias y nos cuesta decidir qué camino tomar.
Luego de la Revolución Francesa llegó otra revolución mucho más paulatina y no menos radical: la creación de fábricas que mudaban el lugar de producción del hogar a un recinto que solo producía y que cambiaba para siempre las relaciones de poder. Este cambio implicaba la existencia de alguien que era dueño del local que producía algo valioso y de un grupo de personas que no vendían ni zapatos ni lechugas ni tejidos, sino su trabajo. Si la Revolución Francesa creó el concepto de individuo, la revolución industrial creó el concepto de clase social, basado en la acumulación.
Somos seres de manada y la mayor parte de nuestra historia hemos sido nómadas. Paulatinamente, creamos la narración de historias, historias que nos creímos y que han garantizado sistemas para organizarnos mejor. Creyendo nuestros propios cuentos colectivos hemos creado familias extendidas dándoles poder a los ancestros hasta generar cultos totémicos a los antepasados. Y hemos creado líderes carismáticos en el grupo. Hay quienes sostienen que el descubrimiento de la agricultura complicó nuestra existencia, pues nos hizo extremadamente territoriales, multiplicó nuestra población y añadió muchos años más a nuestra expectativa de vida. Dejamos de ser un primate más y pasamos a ser un primate depredador. Tan formidables cambios exigieron nuevas medidas de administración y organización social para lograr que grandes masas humanas sobrevivieran. Nacieron así señoríos, imperios, democracias, reinos y colonias. No hace mucho que hemos experimentado los grandes cambios que las dos revoluciones, la francesa y la industrial, han generado en nuestra forma de organizarnos.
No es extraño que, si bien el pensamiento sobre la sociedad ya estaba presente en Aristóteles (¡cuándo no!), no fue sino hasta poco más de un siglo atrás que se desarrollan las ciencias sociales como las conocemos hoy, intentando aplicar un método científico para entender y poder organizar mejor la nueva sociedad que se alzaba frente a los cambios dramáticos de las dos revoluciones.
Hace unos días, la decana de la Facultad de Ciencias Sociales de la PUCP, Fanni Muñoz, me comentaba con hermoso entusiasmo sobre los eventos que se harían como parte de las celebraciones por los 60 años de la facultad y el homenaje que realizaríamos a nuestro recordado amigo y profesor Gonzalo Portocarrero. Entonces, recordamos con Fanni lo mucho que la pequeña facultad se convirtió en familia y las personas que la hicieron crecer, cuidándola, administrándola o aprendiendo de ella desde la economía, las finanzas, la sociología, la ciencia política, la antropología y las relaciones internacionales. A su vez, la recordamos también como parte de una familia mayor que se une a las escuelas de ciencias sociales de las universidades peruanas.
Creo que lo que une a las ciencias sociales es lo que las maestras y maestros nos enseñaron: que todo cambio exige primero comprender, y que toda comprensión viene del diálogo y de entender distintos puntos de vista. Cambiamos juntos, aprendemos juntos.