Juan Paredes Castro

Los peruanos conoceríamos y entenderíamos mejor a los poderes públicos si estos no tuvieran sus vocerías oficiales, comenzando por la presidencia de la República, a cargo más del silencio que de la explicación de los asuntos de Estado.

Una de las razones por las que existe frecuente tensión entre los poderes del Estado y la prensa no es porque los altos niveles de la función pública carezcan de voceros, sino porque estos, teniendo mucho que decir, terminan generalmente diciendo poco o nada, convirtiéndose en pararrayos de sí mismos frente a las presiones por nueva y mayor información.

Algunos meses atrás, la presidenta Dina Boluarte, preocupada por la graduación de su exposición pública ante la prensa, estrenó un vocero oficial que aparecía de pronto, rodeado de banderas, como quien justificaba el alto nivel de su cargo, a ofrecer un ‘speech’ del día a día gubernamental, adecuado a las circunstancias.

El ensayo hubiera sido bueno si se hubiera tratado en el fondo de mejorar real y efectivamente el espacio informativo del Estado desde la presidencia de la República hasta los organismos descentralizados, pasando por los ministerios. Pero como estuvo en función de resolver el concreto problema de que alguien tuviera que hablar en nombre de la presidenta, el enredo terminó pronto: no había vocero constitucional más autorizado, después de la presidenta, que el presidente del Consejo de Ministros Gustavo Adrianzén.

A diferencia de otros sistemas democráticos en los que los voceros del Ejecutivo, Legislativo y Judicial son funcionarios de prensa especializados en procesar y emitir información desclasificada y autorizada, el nuestro acostumbra a reconocer como sus voceros autorizados a los propios titulares de los poderes del Estado y de los ministerios, con el problema de que no siempre están disponibles y preparados para desempeñar ese ejercicio. Tenemos, pues, los cargos de voceros a cargo comúnmente del silencio.

Vemos, por ejemplo, que ha habido un cambio drástico en la vocería del Congreso. Hemos pasado de la presidencia de Alejandro Soto, un antivocero por excelencia, a la de Eduardo Salhuana, del que esperamos que no se pase todo el tiempo explicando y aclarando los cuestionamientos que tiene encima sino los propios de su función, sobre la base de su predisposición a la buena comunicación política.

Siendo Salhuana el nuevo vocero calificado del Congreso, mal recae el cargo de portavoz de su bancada, Alianza para el Progreso, en Soto, a menos que lo que se quiera es evidenciar que, en su caso, es una función y responsabilidad de silencio.

No sé exactamente cuánto invierte el Estado en comunicación pública a través de sus oficinas de prensa e información. Lo cierto es que estamos, con honrosas excepciones, ante una estructura de comunicación pública, incluidas las vocerías, más de silencio que de información y explicación de los asuntos de Estado.

Quién dice qué a quién, por qué medio o canal y con qué efecto sigue siendo la cuadratura del círculo en el Gobierno y en el Congreso. No tanto en la fiscalía y en el Poder Judicial, entidades en las que las vocerías son de filtración informativa eficiente.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor