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Volver a sentirnos peruanos
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Hace unas semanas, en la costa del país, arqueólogos descubrieron un templo ceremonial de alrededor de 4.000 y 5.000 años de antigüedad. Una evidencia más de cómo en este territorio existieron sociedades complejas, con ritualidad y organización social, mucho antes de que el Perú fuera una República, un virreinato o siquiera una idea política.
Una vez más, constatamos que este no es un país improvisado. Es uno con raíces profundas que, con el paso de los siglos, hemos dejado erosionar hasta perder una noción compartida de peruanidad, más allá del ceviche, el turismo y el fútbol.
En el Perú, la peruanidad se ha ido vaciando de contenido cívico. Nos sentimos peruanos cuando celebramos, cuando competimos, cuando exportamos lo mejor de nuestra cultura al mundo. Pero ese orgullo se diluye cuando hablamos de instituciones, de política, de Estado. Ahí aparece la resignación, el cinismo, la idea de que “así somos” o de que “nada va a cambiar”.La desconfianza institucional es persistente. El Congreso, los partidos políticos y buena parte del aparato estatal arrastran niveles de descrédito que no solo afectan la gobernabilidad, sino algo más delicado: la capacidad de los ciudadanos de sentirse parte de un proyecto común. Sin identidad compartida, la democracia se vuelve frágil. En época electoral esto se vuelve especialmente visible: el análisis político gira en torno a identidades defensivas, como lo antilimeño, y se organiza desde una lógica de fragmentación territorial que refleja esa misma fractura.
Recuperar el orgullo de ser peruanos no es un ejercicio emocional ni nostálgico. Es un acto político en el mejor sentido del término. Un país que no se reconoce a sí mismo termina aceptando liderazgos pequeños, decisiones cortoplacistas y mediocridades normalizadas. Un país que no se siente valioso difícilmente exige gobiernos a la altura.
La historia larga del Perú no es una línea recta ni un relato cómodo. Es una historia hecha de capas: civilizaciones complejas, conquista, mestizaje. La conquista y el mestizaje no borraron lo anterior; lo reordenaron y dieron lugar a algo nuevo que aún no terminamos de asumir. El problema no es esa historia mal cosida, sino que nunca la transformamos en una identidad compartida, asumida como propia, sin culpa ni negación.
No escribo estas líneas para idealizar el pasado, sino para subrayar que la precariedad no es nuestro destino. La promesa del Perú no está en su potencial repetido hasta el cansancio, sino en la posibilidad de usar, por primera vez en mucho tiempo, toda la historia que cargamos como punto de partida y no como excusa.

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