En relaciones internacionales, los papelones no se olvidan con facilidad. Más bien, suelen dañar la imagen del país transgresor por mucho tiempo, aun cuando ahí soplen nuevos vientos políticos. Así, la antidemocrática y absurda reacción de las naciones que –de un modo u otro– se alinearon con el golpe de Estado del expresidente Pedro Castillo y la narrativa que lo acompaña será una mancha que perseguirá a sus cancillerías por años.
Posiblemente, el caso más bochornoso sea el del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). En su última perorata diaria, indicó que fue “una gran injusticia el haber destituido (a Castillo) de su cargo porque él fue electo por el pueblo, además los conservadores del Perú violaron la Constitución y son una minoría”. “He visto encuestas en donde la ‘presidenta espuria’ tiene el 15% de aceptación, el 85% la desaprueba”, agregó con desfachatez.
Hizo bien, por tanto, el gobierno de la presidenta Dina Boluarte el viernes pasado en anunciar el retiro definitivo del embajador peruano en México, Manuel Gerardo Talavera. Ningún país que se respete debe aceptar afrentas como las que ha repetido AMLO y es lamentable porque entre el Perú y México existen lazos históricos sólidos que se ven manchados por sus expresiones.
Porque no es, por supuesto, la primera vez que el mandatario mexicano se mete en donde no lo llaman. Apenas horas luego de la detención de Castillo tras su fallido intento de desaparecer al resto de poderes del Estado, AMLO culpó a las “élites económicas y políticas” peruanas de haber defenestrado a un presidente legítimo. Desde entonces, AMLO ha mantenido un discurso de apoyo a Castillo y en contra de las instituciones nacionales, de la ley peruana, de las instancias internacionales y, en realidad, de cualquier noción mínima de buena vecindad y decencia democrática.
Las intervenciones del presidente de México no se han quedado solo en palabras. Cuando ya era obvio que su golpe había fracasado, Castillo y su familia se dirigieron a la embajada de México para buscar ahí refugio y asilo, con la anuencia del Gobierno Mexicano. Semanas después, AMLO recibía a la familia del exmandatario peruano como si se tratase de perseguidos políticos. La semana pasada, el líder del Morena anunció que no entregaría la presidencia pro témpore de la Alianza del Pacífico al Perú, a pesar de corresponderle.
Las palabras y acciones del Gobierno Mexicano no solo hieden a irrespeto, sino también a hipocresía. La administración de AMLO, después de todo, ha sido reticente a condenar a las verdaderas autocracias del continente americano como son los casos de Venezuela o Cuba. De hecho, con respecto de la segunda –la dictadura más feroz y longeva de la región–, AMLO optó a mediados de este mes nada menos que por condecorar al presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, con la orden del Águila Azteca, la distinción mexicana más alta otorgada a extranjeros.
Con el retiro del embajador peruano, las relaciones diplomáticas entre el Perú y México quedaron formalmente a nivel de encargados de negocios. Para un país como México, orgulloso de su política internacional de “no intervención” desarrollada en la doctrina Estrada de inicios del siglo pasado, recuperar la legitimidad diplomática no será fácil, incluso luego de AMLO. A Torre Tagle, pues, no le quedó más opción que retirar definitivamente al representante peruano ante las repetidas ofensas del mandatario mexicano. Esta será otra mancha más en la trayectoria antidemocrática del gobierno de AMLO, uno que toma tonos cada vez más preocupantes tanto hacia fuera de su país como hacia adentro.