En lo que sería uno de los acontecimientos históricos más importantes de esta parte del siglo, ayer se inició el 20° Congreso del Partido Comunista de China. Asisten más de 2.200 delegados que representan a los 96 millones de afiliados al partido, órgano político que mantiene un control absoluto sobre el gigante asiático. Este evento quinquenal es cuidadosamente arreglado hasta el último detalle, pero eso no significa que su relevancia sea puramente simbólica. Del cónclave se espera que emerja el actual presidente chino, Xi Jinping, como potencial gobernante vitalicio luego de sumar su tercer período al frente de la nación. Sería el líder que acumularía más poder desde Mao Tse Tung.
Cualquier concentración extrema de poder debe ser motivo de preocupación y esta no es la excepción. Bajo Xi, China ha tomado un tono cada vez más autoritario, con un control obsesivo sobre cualquier percepción de disidencia o amenaza al poder total del partido. Ninguna entidad ha escapado de su influencia. La censura de contenido virtual ha crecido de forma exponencial. Recientes golpes a los máximos líderes empresariales –que empezaban a acumular poder– sirvieron de recordatorio sobre quién manda en China. Los atropellos contra las minorías étnicas en la región de Xinjiang continúan a la vista y paciencia del mundo. El quiebre de la independencia de Hong Kong fue ejecutado con una combinación de acoso y fuerza bruta. El acceso a información es estrictamente vigilado, así como cualquier movimiento de todos los ciudadanos chinos. Las ambiciones de China, además, no se limitan a su territorio, sino que buscan activamente una presencia más marcada en el escenario global.
China no es el primer país en la historia con vocación para el control total de sus ciudadanos y su sociedad, pero sí es el primero en tener las herramientas tecnológicas para lograrlo. Adicionalmente, con la concentración del poder del Comité Permanente del Buró Político, este puede enfocar sus esfuerzos y desplegar a discreción las fuerzas económicas y políticas de China de una forma coordinada imposible de emular para cualquier sociedad democrática, donde el poder está repartido y es sujeto a contrapesos institucionales. En este sentido, y sin mucho riesgo de exageración, Xi se convertiría desde ahora en la persona más influyente que ha conocido la historia.
No siempre fue así. Diferentes líderes chinos, desde Deng Xiaoping hasta Hu Jintao, habían tenido, cada uno a su manera, alguna vocación de reforma y liberalización. Con Xi, la trayectoria de progresiva apertura de la sociedad china tomó un giro en la dirección opuesta.
Todo ello significa que países como el Perú deberán hilar muy fino en sus relaciones con China. Sin duda hay aspectos sumamente beneficiosos de la relación con el gigante: es nuestro principal socio comercial, además de una fuente importante de inversión privada y de inversión en infraestructura –en la que destaca, recientemente, el desarrollo del megapuerto de Chancay–. A la vez, se trata de una dictadura con ambiciones de influencia global que no tiene reparos en usar la zanahoria o el garrote –según convenga y al margen de la comunidad internacional– para cumplir sus objetivos. La reelección de Xi solo hace más delicada y compleja la relación que debe mantener una democracia en desarrollo como el Perú con el motor autoritario que ha empujado a la economía del mundo en las últimas décadas.