El intempestivo cierre del Congreso del 30 de setiembre pasado abrió un período anómalo para la vida democrática en el Perú. La circunstancia inédita de tener un poder del Estado disuelto utilizando una herramienta constitucional –aunque de debatible legitimidad– dio pie a nuevas incógnitas, áreas grises y amplia incertidumbre respecto de cómo se debía conducir el país en estos meses.
Las principales dudas no estuvieron únicamente alrededor de la organización de los comicios de mañana ni las reglas electorales que seguirán, sino también en las competencias que asumía el Poder Ejecutivo en ausencia del Congreso, con una Comisión Permanente operativa pero con facultades reducidas. Para calmar algunas preocupaciones de concentración de poder que se podía suscitar, el presidente Martín Vizcarra señaló apenas unos días luego de cerrado el Parlamento: “Tampoco vamos a abusar de los decretos de urgencia”.
Sin embargo, a la vista de los últimos meses, queda claro que la autocontención no es una facultad vigorosamente cultivada en el Ejecutivo. La verdad, puesta en términos simples, es que el gobierno ha aprovechado la carta blanca que otorgan los decretos de urgencia para aprobar regulaciones que parecen exceder la naturaleza de dicho instrumento legal. Es claro que el país no podía mantenerse varios meses sin un órgano con facultad legislativa que pudiera hacer frente –desde la arena normativa– a imprevistos y urgencias. Pero de ello no se desprende que la administración del presidente Vizcarra disponga de un período para convertir todos sus deseos legislativos en normas con rango de ley.
Solo ayer, el Ejecutivo emitió decretos de urgencia vinculados a la educación superior, encarcelamiento de internos de nacionalidad extranjera, seguridad vial, arbitraje, inversión pública, pasivos ambientales y prevención de la violencia contra la mujer. El día anterior, jueves 23, se publicaron decretos de urgencia referentes a los recursos humanos en la administración pública, negociación colectiva, financiamiento de las mypes y gestión del Imarpe. Todo eso en apenas dos días. El decreto referente al Imarpe, solicitado por el Ministerio de la Producción, ha sido materia de controversia al sustituir en la cabeza de la institución a un oficial en retiro de la Marina de Guerra –como venía siendo desde 1981– por un presidente elegido vía concurso público.
A saber, la producción prolífica de decretos de urgencia no ha sido una práctica exclusiva de las últimas semanas. Decretos ampliamente cuestionables, como el que dictaba la devolución del ISC a los combustibles más contaminantes o el que establece subsidios para el cine, fueron emitidos el año pasado.
Ciertamente, hay también cambios legislativos impulsados por el Ejecutivo que van en el camino correcto. La norma de financiamiento mype tiene componentes positivos para facilitar la competencia en el sector, y algunas modificaciones en los esquemas de inversión pública podrían ayudar a acelerar proyectos de infraestructura trabados, por ejemplo. El punto central, no obstante, es si los decretos aprobados –sobre todo los más sensibles– no podían realmente esperar a que se instale el Congreso para que recorran la vía ordinaria de cualquier ley. Además, la exposición al debate político del pleno les daría mayor fuerza y legitimidad –de ser aprobados– que cualquier pieza legislativa emitida en el interregno parlamentario.
Por el contrario, el Congreso a elegir mañana se enfrentará a un gran número de decretos de urgencia que –a pesar de la suerte de amenaza que profirió el presidente del Consejo de Ministros, Vicente Zeballos, sobre una nueva cuestión de confianza– deberá revisar con atención. No se puede ser rey por un día, ni dos poderes del Estado por cuatro meses.