Editorial El Comercio

En ocasiones, los criminales pueden lograr sorprender al con atentados difíciles de prevenir. Frente a estos casos no se puede hacer mucho más que reaccionar de forma rápida, atender a las víctimas y llevar a los responsables a la justicia. En otras ocasiones, sin embargo, es posible prever con algún nivel de certeza dónde podría venir el siguiente ataque y de qué naturaleza será. En tales circunstancias, la disuasión y prevención son la prioridad total.

En , La Libertad, este razonamiento cae en saco roto. Esta semana, delincuentes dinamitaron dos torres de alta tensión que alimentaban de energía las instalaciones de la mina Poderosa. Sin electricidad, los mineros ilegales entran al socavón con mayor facilidad para extraer oro. Un trabajador falleció y dos quedaron heridos de bala. Como se recuerda, este no es, ni de cerca, el primer atentado en la zona. De acuerdo con representantes de la mina, ya van 14 torres dinamitadas. Apenas en diciembre pasado, nueve trabajadores murieron y otros 14 fueron heridos por ataques de mineros ilegales contra la misma empresa. En febrero, dos ataques en bocaminas de la Minera Aurífera Retamas S.A. (Marsa), también en Pataz, dejaron cuatros trabajadores heridos. Los atentados llevan ya tiempo en la zona.

En febrero mismo, el declaró Pataz en estado de emergencia. No queda claro cuál ha sido el efecto de la medida. A pesar de haber dispuesto el despliegue de cerca de 300 efectivos policiales y militares, los ataques han continuado con una regularidad perturbadora. La sensación es de abandono ante el silencio o la complacencia de los llamados a tomar medidas realmente efectivas. Los recursos que genera la actividad ilegal –unos US$4 mil millones al año según calculan expertos– parece que son suficientes para comprar aquiescencia, por encima del ruido de la violencia y las muertes.

Los responsables son varios. Las fuerzas del orden y la fiscalía no han sido capaces de desarticular a las organizaciones criminales que operan desde hace tiempo a vista y paciencia de las comunidades de la zona. El Ministerio de Energía y Minas (Minem), como rector de la actividad, ha permitido que un problema que venía de tiempo atrás se termine de infestar. El gobierno regional, a cargo de la pequeña y minería artesanal, totalmente ausente.

Pero probablemente la institución que carga la mochila más pesada aquí sea el Congreso de la República. Como hemos dicho antes desde estas páginas, un número increíble de legisladores se han convertido, de un tiempo a esta parte, en los principales aliados de la minería ilegal. Apenas el mes pasado, por ejemplo, 80 congresistas votaron a favor de derogar parte de un decreto legislativo que facultaba a la policía a intervenir a aquellos mineros con explosivos ilegales. Presumiblemente, son estos mismos explosivos que se usan un mes sí y otro también en contra de la vida de trabajadores formales del sector y de la infraestructura de las empresas. La indolencia es desconcertante.

El titular del Minem, Rómulo Mucho, reconoce la naturaleza del problema y –ante los últimos ataques en Pataz– ha anunciado que pedirá facultades extraordinarias. El objetivo es ordenar el Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo), convertido hoy en una suerte de carta blanca para la minería ilegal. Pero la solicitud debe pasar por el Congreso. Si el Legislativo no cambia sus perspectivas sobre este asunto –que conlleva muertes y violencia, contaminación, destrucción de propiedad y desincentivos a la inversión privada–, ¿qué se puede esperar de los legisladores en otros temas? El abandono de la minería en la sierra de La Libertad es síntoma de que algo más serio está profundamente dañado en el hemiciclo.

Editorial de El Comercio

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