Enrique Planas

Mi generación, que no alcanzó a verla en películas de estreno, desarrolló con ella una relación puramente platónica. Quererla era, meramente, un acto de impostura, una cursilería cultural, propia de un estudiante de comunicaciones que quiere pasar como cinéfilo cuando ni siquiera puede nombrar los títulos de tres películas de Billy Wilder o de Howard Hawks. Amar a no significaba entonces reconocer sus virtudes de actriz, sino solo relamerse con su imagen en los libros, revistas y afiches: sus curvas infartantes, la sonrisa brillante delineada con aerógrafo, las pestañas dibujadas con tinta china, el peinado que más parece escultura pop de Andy Warhol que un verdadero entramado de cabellos.

Con poco más de 50 años cumplidos, creo haber superado esos fingimientos universitarios y, si alguna vez hubo alguna fascinación por la diva, su embrujo se ha disuelto entre otras estampas tan o más luminosas, bellas y sensuales. Pensemos en Audrey Hepburn buscando un gato bajo la lluvia en el final de “Desayuno en Tiffany’s”, en Ingrid Bergman subiendo al avión con Paul Henreid mientras Bogart se ajusta la gabardina en el aeropuerto de “Casablanca”, o en Sigourney Weaver poseída por el semidiós hitita Zuul en “Cazafantasmas”.

Es con ese desamor que enciendo el televisor para ver a la cubana Ana de Armas en la piel de Norma Jean Baker. “”, la tan sonada producción de Netflix dirigida por Andrew Dominik adaptando la novela de Joyce Carol Oates, es un ‘biopic’ que parece seguir una reciente tendencia, aquella que quiere dejar en claro que los grandes íconos de la cultura pop, para constituirse como tales, deben dedicar su vida al sufrimiento. En las últimas películas del género, ídolos tan aparentemente jubilosos como Elvis Presley, Freddy Mercury o Elton John parecen pasárselo pésimo en todo momento de sus aventuras. Una propensión que dice mucho de nuestros tiempos, necesitados de figuras para el santoral contemporáneo.

En las tres horas de “Blonde”, partiendo de la constatación de su suicidio, vemos pasar su vida entera al parecer plasmada para alcanzar su triste destino. Reeditando la estética del barroco religioso, acumulando recursos, formatos y efectos, pasando gratuitamente del blanco y negro al color, sumando embarazosos paisajes oníricos, rarísimas perspectivas, explicaciones obvias e inútiles voces en off, la actriz pareciera sufrir por nuestros pecados, como si pareciera conocer el inicio del poema que en 1965, tres años después de la muerte de la blonda actriz, escribiera el nicaragüense Ernesto Cardenal: “Señor, recibe a esta muchacha conocida en toda la Tierra con el nombre de Marilyn Monroe”. Una hagiografía para una época impía.

Enrique Planas es redactor de Luces y TV

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