Pertenezco a esa generación que, cuando éramos jóvenes, nos mandaban a callar porque había que ser adulto (viejos, dirían algunos) para meter nuestra cuchara en cualquier discusión. Ahora que por fin debería habernos llegado el turno de ser los dueños de la pelota, resulta que el mundo es de los jóvenes, que si tienes más de 35 años (y estoy siendo generosa), ya fuiste; que si no estás en todas con la tecnología (que cambia antes de que hayas entendido el modelo vigente), eres obsoleto; que haber nacido analógico es un pecado mortal, no importa si mueres recontradigitalizado.
Y no me quejo. Es lo que hay, es lo que nos tocó. Sin embargo, en este mundo más vertiginoso, en el que la juventud no es solo un valor sino casi una obsesión (que les está deformando la cara y el cuerpo a millones de mujeres y hombres), hay algunas cosas de antaño que nos estamos perdiendo. Hay aspectos de esa vida en que ser viejo era un honor y no un estorbo que no estamos valorando, y que tal vez deberíamos recuperar, no por romanticismo sino porque harían de este mundo un lugar mejor para vivir.
Antes, por ejemplo, si teníamos una duda, los abuelos eran una fuente muy veraz de consulta. Recuerdo haber pasado horas escuchando a mi papapa en su escritorio, porque él hacía geniogramas y lo sabía todo. Hoy mi madre, magnífica profesora de niños, me cuenta muerta de risa que sus alumnitos de 4 años la corrigen cuando narra la historia del tigre amarillo, porque resulta que también son blancos, porque ellos lo han visto en Google. Antes, por ejemplo, si llegabas a la universidad y te tocaba un profesor mayor, estabas seguro de que ibas a recibir una clase maestra de alguien que se mantenía vigente (mi carrera y mi vida no serían iguales si no hubiera sido alumna de Luis Jaime Cisneros, Agustín de la Puente o Wáshington Delgado). Hoy, en cambio, se valora más que el profesor sepa usar el PowerPoint que motive a sus alumnos, que sea una especie de Yola Polastri para que nadie se aburra, porque por alguna razón que no entiendo está prohibido aburrirse.
Antes se valoraba más la experiencia, se respetaba más el saber acumulado, se le rendía culto a esa mirada del que ha pasado muchos más años en este mundo. Por eso hoy, este preciso día del año en que mi abuela, mi mamama Lucha, la señora María Luisa Villena de Labarthe, cumple 100 años, a mí me toca dedicarle esta columna. Me toca agradecerle estos 100 años en que viene acompañándonos a sus siete hijos, a sus 29 nietos, a sus 30 bisnietos. Me toca decirle que el día que le enseñó a Adriano a mover la manito al ritmo del “pollito asado, salpimentado” sentí que mi hijo crecía apoyado no en mí, sino en una enorme familia que ella ha sabido sostener durante todo un siglo.
Y también me toca decirles a esos jóvenes que se sienten dueños del mundo y que creen que la respuesta a todo está tras la pantalla de la computadora que no saben lo que se están perdiendo. Que miren a su alrededor y busquen la sabiduría de los que han amado más, se han equivocado más, han perdonado más. Porque ellos saben. Ellos son los que realmente saben. Feliz día, mamama Lucha.