Ahorita nomás, este domingo 18, Lima cumple 480 años. Y dentro de dos décadas, el 2035, cumplirá la friolera de medio milenio.
Espero, si Lima no me mata antes, ser entonces un viejito ni muy nostálgico ni muy chibolero, generación ‘asumare’, liberal y relativista como Dios manda que sea. Seré adulto mayor en una ciudad que habrá llegado, en algún punto de inflexión del próximo veintenio, al crecimiento demográfico cero. Porque el desarrollo se encargará de ofrecer a los migrantes potenciales del interior las alternativas laborales, educativas y de servicios que hoy se les antoja buscar en la capital. Más bien, habrá, según mi ‘wishful naif thinking’, una fuerte presión migratoria desde países que no habrán tenido nuestra suerte. Y nos pondremos duros con las visas y comprenderemos por qué Estados Unidos y la Unión Europea lo son ahora.
Será, la Lima ‘quinientosañera’, además de alegre y jaranera, una ciudad interconectada, de patrimonio material digno de recorrer a pie por el centro histórico peatonalizado, de patrimonio inmaterial multiplicado con fusiones y sabores, de metro aéreo y subterráneo modernísimos (la única ventaja de empezar a construirlos tan tarde).
Será, la Lima que se avecina, la Lima que está ‘a la vuelta de la esquina’; una metrópoli que habrá por fin explotado el encanto de vivir sobre una arruga geológica encima del mar. Y habrá provechosas, refrescantes, juguetonas maneras de darse un chapuzón en él; como de subir a las elevadas cotas de los Andes, de hacer las rutas del pisco y, entre atajos y copas, debatir esta redefinición del patriotismo: ¿puedes ser un buen patriota si odias a la ciudad en la que vives?
No es una pregunta gratuita. Sucede que mi generación tuvo que suscribir la definición de ‘Lima, la horrible’ sin siquiera leer a Sebastián Salazar Bondy. La derecha y la izquierda compartieron la misma culpa de no saber convocar a la nación desde la capital del mal centralizado. Entonces, por mínima corrección política, se asumió que el patriotismo metropolitano, el limeñismo, debía reprimirse al punto que ni siquiera tenemos congresistas adscritos a nuestros sobrepoblados distritos.
Entonces fue que a mediados de los 90, por debajo y por encima de los procesos políticos, empezamos a experimentar un revival nacionalista. La globalización que nos permitió mirarnos en espejos ajenos, la modernidad, la educación y otros factores que escapan a estas pocas líneas nos desacomplejaron. Sin embargo, este revival empezó al margen de Lima, casi en contra de ella. Los limeños manteníamos el complejo de que había que reivindicarnos peruanos reprimiendo el cariño por el barrio grande. Los gobiernos centrales eran retrecheros con la inversión pública destinada a Lima por que la urgencia era nacional.
Todo esto está cambiando. El patrotismo por fin llegó a la acomplejada y culposa Lima. El sentimiento ha crecido junto a la inversión. Es un proceso de aguas profundas que se mueven al margen de la voluntad de los alcaldes, un renacer de la conciencia de ser limeños sin poner de excusa lo mal que la pasan o que ‘la hacen’ las regiones. Por eso Susana nos decepcionó tanto. Por eso Lucho no la tendrá fácil.