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Los inamovibles del sector público
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Cada cierto tiempo, cuando se habla de reforma del Estado, aparece una palabra que divide opiniones: nombramiento. Para algunos, es el gran logro laboral; para otros, el inicio de la desmotivación. Desde la perspectiva de miles de jóvenes que hoy intentan ingresar al servicio público, el nombramiento se ha convertido en una frontera invisible entre quienes buscan mejorar el sistema y quienes, amparados en su estabilidad absoluta, operan como si fueran intocables.
No se trata de cuestionar la estabilidad laboral, sino de afrontar un problema que nadie quiere mencionar en voz alta: hay trabajadores que, una vez nombrados, dejan de tener incentivos reales para crecer, actualizarse o mejorar su desempeño. Desde el análisis conductual, esto se entiende como extinción operante, un proceso en el cual una conducta disminuye porque deja de generar consecuencias, ya sean positivas o negativas. En otras palabras, cuando el rendimiento no tiene impacto alguno en la permanencia, la motivación se erosiona y el desempeño cae de manera natural.
En el Estado Peruano, este fenómeno es evidente. Aunque Servir promueve la meritocracia como norma para ingreso, ascenso y permanencia, en la práctica persisten vacíos estructurales, una cultura institucional de permanencia automática y desmotivación generalizada.
Lo más preocupante es que esta estructura no solo afecta la eficiencia, sino también el clima emocional de quienes sí quieren trabajar bien. Psicólogos, educadores, médicos jóvenes y profesionales recién ingresados deben coexistir con compañeros que llevan décadas en la institución y que, por costumbre o comodidad, se resisten al cambio. Esto genera desgaste, frustración y, en algunos casos, rotación de personal calificado que podría mejorar el sistema.
El nombramiento no debería ser sinónimo de inamovilidad eterna, sino de estabilidad acompañada de evaluación, capacitación continua y consecuencias claras. Si queremos un Estado que funcione, necesitamos entender que el trabajo público es un servicio, no un refugio. Y que, al final, la calidad de un país no solo depende de sus leyes, sino de la voluntad de quienes las hacen funcionar.

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