La figura de los reyes magos fue siempre problemática para la Iglesia. El ingrediente hechicero que su título sugiere no se aviene bien con la doctrina cristiana, pero como aparecen en el evangelio de Mateo, el Vaticano ha tenido que apechugar con ellos durante siglos. ¿Cuántos eran? ¿Cómo se llamaban? ¿De dónde venían? ¿En qué consistieron las ofrendas con las que supuestamente se postraron ante el “rey de los judíos”? Todo eso es materia de debate, pues ni siquiera en los llamados “evangelios apócrifos” hay información precisa al respecto. La tradición, sin embargo, ha ido despejando esas incógnitas a su manera.
Hoy, los modernos propagadores del mito transmiten como verdad incuestionable que eran tres, que sus nombres eran Melchor, Gaspar y Baltasar, que venían del Oriente y que los presentes que ofrecieron al niño nacido en el pesebre eran oro, incienso y mirra. Sobre el sentido de los dos primeros regalos no hay mucho que especular: riqueza y sahumerio han sido históricamente un modo eficaz de agasajar a los soberanos (ya en el poder o en ciernes). El tercero, en cambio, constituye terreno más pantanoso. Como se trata de una resina antiguamente usada en los embalsamamientos, algunos entienden la mirra como una evocación de la muerte y la hipotética vida eterna que nos aguarda después de ella, mientras que otros recuerdan que se la solía combinar con el vino para conseguir un bebedizo analgésico de utilidad diversa.
Sea como fuere, su comparecencia ante el hijo de María y José, que se conmemora los 6 de enero de cada año, se convirtió desde tiempos remotos en motivo de celebración en los países de mayoría católica. Y el Perú no es la excepción. Por lo que nos disponemos a ser testigos este lunes de múltiples puestas en escena del acto de adoración que la leyenda les atribuye. Sobre todo, en contextos oficiales.
–Nacimiento en vivo–
En municipios y sedes de gobiernos regionales, en efecto, fulanos portando un disfraz que cruza las trazas de Fu Manchú con las de Aladino se inclinarán ante una figura de cerámica con obsequios truchos que serán, por supuesto, la antesala de los que luego recibirán ellos bajo la forma de sanguchitos y vinos de honor que atentan contra la voz misma de: “¡salud!”. En los ambientes de Palacio, no obstante, los ribetes de la ceremonia resultan ya menos previsibles. ¿Habrá un discreto desfile de ‘waykis’ rindiendo joyas y perfumes a su principal ocupante? ¿Serán los atavíos de fantasía obligatorios? ¿Colocará alguien una réplica de cartón de la estrella de Belén en el Salón Dorado? Difícil anticiparlo. A su manera, sin embargo, el oro, el incienso y la mirra estarán irremediablemente presentes, pues en el Gabinete han dado claras muestras de conocer sus virtudes. La duda que podríamos tener se limita en todo caso a la identidad del, digamos, ministrador de cada una de esas primicias. Algunas nociones clave, empero, deberían contribuir a resolver el misterio. El oro, por ejemplo, tendría que ser producto del agradecimiento de los mineros ilegales hacia la morosa gestión que les permite seguir prosperando. El incienso, por su parte, tendría que venir en las manos del más untuoso de los funcionarios. Y la mirra, bueno, en una latita envenenada que remita a la inexorabilidad del trance último de nuestra existencia.
Si nos representamos la escena como una versión en tamaño natural de los nacimientos que adornan las salas de tantos hogares peruanos, podríamos además distinguir por ahí a los pastorcitos y, eventualmente, hasta al burro. El asunto es que todos participen de la adoración de acuerdo con sus capacidades y talentos. Eso sería lo cristiano.