El sueño largamente acariciado de trabajar desde casa, a solas, sin jefes, horarios ni colegas inoportunos se ha hecho añicos. Digo más: esta hermosa ciudad, donde por casi cinco años he llevado una vida armónica, reposada, se ha convertido en una súbita suma de desconciertos. Todo por culpa del maldito virus.
A mi esposa, que es médico y presenta una infección respiratoria aguda que se manifiesta en una constante tos seca, le han ordenado mantenerse en cuarentena domiciliaria. Ahora usa mascarilla día y noche y se mantiene aislada (con lo complicado que resulta inventar una isla en un departamento de 68 metros cuadrados). Para colmo, desde hace tres días las autoridades han optado por cerrar todos los centros educativos, desde los infantiles hasta los universitarios, una medida que, siendo imprescindible para la estrategia sanitaria global, no contribuye a la estabilidad psicológica de muchos padres, al menos no a la mía, que ahora veo a mi hija, de dictatoriales dos años y medio, profanar con saltos y volantines el mismo sofá donde hasta hace muy poquito podía echarme todas las mañanas a leer plácidamente escuchando música clásica.
Por si fuera poco, para no exponerla a la enfermedad que podría estar circulando entre estas paredes, hemos decidido prescindir temporalmente de los servicios de Gladys, la joven ecuatoriana que algunas tardes se ocupa de la cocina y la limpieza, quehaceres que ahora han recaído peligrosamente en mis manos, tan poco diestras para las faenas domésticas.
BITÁCORA DE UN PERUANO QUE BUSCA SABER SI TIENE CORONAVIRUS
Las cosas en la calle no son mejores. Además de desaparecer el alcohol en gel de las farmacias, ahora la gente está empeñada en vaciar los supermercados. Al principio no lo quería admitir, le decía a Natalia “¡no saldré a comprar cosas que no necesitamos, me niego a contribuir con la paranoia capitalista!”, pero ella, siempre más aterrizada, replicaba: “ya te quiero ver cuando se acabe la leche de Julieta”. De solo imaginar ese escenario distópico salí disparado a las tiendas, donde me topé con un desorden de clientes llevándose víveres en bolsas y cochecitos. El instinto –indirectos beneficios de haber crecido en la Lima de los ochenta– me llevó a buscar, además de la leche, las viejas provisiones de campamento: latas de atún, agua, galletas y cerveza. La tragedia, sin embargo, me esperaba a la vuelta de un corredor, donde dos señoras histéricas se disputaban a tirones la última plancha de papel higiénico. La imagen constituía una chocante declaración acerca de las prioridades que se impondrán cuando llegue el verdadero apocalipsis: qué importa que el estómago ande vacío mientras el culo permanezca limpio. Me amonesté con dureza por llegar tarde y, con discreción, retiré de los estantes un rollo de papel toalla.
Mientras escribo esto –atrincherado en el baño, intentado evadirme un instante de los persistentes ruegos de mi hija para que la lleve al parque por tercera vez–, oigo a lo lejos las noticias: un experto asegura que, en el mejor de los casos, la epidemia del coronavirus durará dos meses; en el peor, cinco. ¿Cuánto tiempo más podremos soportar este encierro? Amo a mi esposa e hija, pero considero contraproducente que los miembros de cualquier familia pasen demasiadas horas juntos (salvo que sea para vacacionar frente al mar). Una convivencia de veinticuatro horas, en medio de una ola de pánico como esta, se parece mucho a esos realities donde los participantes, al inicio afectuosos y compinches, terminan peleándose.
Para librarlas de mi impaciencia y malhumor, salgo a dar mis acostumbradas vueltas por el barrio, pero el espectáculo allí no es precisamente esperanzador: puñados de transeúntes, todos sospechosos de estar infectados, rehuyéndose entre sí por miedo al contagio. Mi imprescindible terapia futbolística de los viernes se ha arruinado también: todos los clubes deportivos municipales han sido clausurados hasta nuevo aviso. Lo mismo los museos, los cines, los teatros, los estadios. Es un hecho que en cuestión de días cerrarán los gimnasios, los cafés y, lo que es aún más desolador, los bares.
Por ahora solo me queda apropiarme del balcón, ese minúsculo limbo entre los desbarajustes caseros y la psicosis reinante allá abajo, donde cunde la pavorosa sensación de que el mundo nunca más volverá a ser un lugar confortable. //