Se de una persona que el verano pasado abordó un avión en Roma con destino a Lima sabiendo que tenía coronavirus. Bajó la cabeza, disimuló la fiebre, ocultó la enfermedad y posiblemente, ojalá, se haya sentido miserable antes que astuto.
Entonces no se sabía tanto de la enfermedad. El pánico y las suposiciones que circulaban por redes eran quienes guiaban la actitud ante ella. Tampoco se tomaban las medidas preventivas que ahora ya son costumbre automática. Queda registrado para la historia: las principales herramientas de trabajo del guachiman del siglo XXI fueron un termómetro y un vaporizador de alcohol.
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Esta persona infectada soportó el malestar catorce horas metido en un tubo de metal, sumido en una conversación privada ya sea con su conciencia o con su egoísmo, intercambio del que nadie más sabrá. Mientras tanto, sin necesidad del más mínimo esfuerzo, esparcía al virus entre cientos de pasajeros. La pirámide de contagio estaba servida.
Ahora, a diez meses de pandemia asoma un nuevo efecto colateral del Covid, la culpa. Esta tiene dos vertientes. La primera y obvia está asociada al pesar generado por haber contagiado a otros. El conocimiento de haber servido como transporte de un agente de dolor, pobreza, muerte (o todo junto), es de un peso emocional severo.
La segunda clase de culpa es más sutil. Se origina en un malestar del lado contrario, del lado de los sanos, de los que en nueve meses nunca se contagiaron. Mientras casi 70 millones de personas alrededor del planeta sufrieron las posibilidades nefastas de la enfermedad y más de 1 millón y medio fallecieron por ella, para el resto el Covid fue un monstruo invisible que nunca les tocó la puerta. Los asustó, los recluyó y los golpeó económicamente, pero no los arrastró hasta la incertidumbre de los cuidados intensivos. La plata va y viene. La vida es una, y frágil.
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Una emergencia respiratoria me llevó a conocer el hisopado desde la comodidad del auto, penetración nasal alienígena mientras oía la radio como cuando en ayahuasca se escucha al chamán para no perderse. Por prevención no me dejaron entrar a la clínica ante la mirada entre temerosa y compasiva del resto. Te derivan a una zona de aislamiento, ahora absolutamente vacía. Un vigilante contaba que en los primeros meses de la enfermedad el lugar reventaba de afiebrados y asfixiados. El lucía relajado, viendo algo por su celular y con infaltable termómetro en la mano: ya había tenido Covid hace meses. Hasta antes de febrero esa sala había sido una cafetería, de aquellas donde te comes un mixto conjurando masticatoriamente lo terrible.
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El médico que me atendió, traje de protección de por medio, confirmó que meses atrás el trajín había sido infernal. Parecía joven. Pero debajo de las máscara y el plástico solo se veían canas. Si bien ahora una pausa les permitía descansar algo, ya sabían que la pandemia se reactivaría en breve. Descartó Covid. La tos y el ahogo eran bacterianos. Imaginar que el virus era aún peor que eso daba escalofríos. No te imaginas lo que he visto, decía.
Si existe pesar por contagiar de manera involuntaria, cómo será la carga para quien elige el interés personal frente al contagio ajeno. Tal como el sujeto que este último verano tomó un avión ocultando la enfermedad. La culpa será como una segunda sombra que lo perseguirá de por vida. O tal vez ya se olvidó del tema y se pasó la cuarentena viendo Netflix.
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