“No le debo nada a nadie” debe ser la más arrogante, falsa y pobretona frase del repertorio narcisista. Lo que somos, o lo que creemos ser, es deudor de la serie de encuentros significativos que hemos tenido en la vida. A veces son largos y sostenidos, marcados por una longeva incondicionalidad que hace sospechar a los cretinos.
Otros pueden resultar encontronazos breves pero intensos. Pero tal como el rápido roce del fósforo sobre la caja, bastan para encender el fuego. Un choque y fuga trascendente.
Cada uno atesora la relación personal de maestros que ha tenido en la vida. A veces se olvidan porque simplemente se llevan puestos. Son parte nuestra, como un codo o la nariz. Esto empieza en el salón de clases, categoría especial que ha de ser reconocida. Se requiere vocación de hierro para ilustrar la distracción infantil y domar las hormonas adolescentes en nombre de un beneficio futuro que, al educando, así se le llama oficialmente, le importa un pimiento en ese momento. Que es como debe ser.
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Posiblemente esta pandemia no sirva para nada si es que nos atenemos a que nada ha aprendido la humanidad de las desgracias que le ha tocado vivir. Pero forzosamente inoculará una dosis mayúscula de humildad, y asociada a esta, de agradecimiento, a los que la sobrevivamos. Todos tenemos a alguien quien nos enseñó a ser una versión menos mala de lo que éramos.
Así que nunca es tarde para dar las gracias: A mi padre que me enseñó la diferencia entre ser un vertebrado o un canalla. Al tío Augusto, cultor del donde come uno comen cinco. A Jorge Salazar, gitano de Chosica, por compartir el goce de vivir entre el embuste inocuo de la poesía y la duda prudente de la ironía. A Enrique Zileri por demostrar que tener un par de cojones bien puestos te hacen saborear mejor la vida. A Mario Saavedra Pinón que defendía la amistad como un fuerte que nunca se rinde.
A Mónica Protzel, que groseramente entubada en una cruel cama de hospital demostraba una sabiduría inmune a la lástima. Al profesor Rojas, del eterno copete rocanrolero, que con una temeridad ajena a la currícula presentó la posibilidad de los ovnis como la salida imposible a un mundo mejor. A Toño Cisneros, preciso e insolente en el poema, generoso y desbordado en la amistad. A Julio Hevia, por revelar como en el síntoma la enfermedad revelaba su cura. Y que esta podía empezar en la fascinación de las palabras.
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Al Hombre Par, por darle a la flojera el lugar que se merece. A Adam West, al explicar como hombre murciélago que el absurdo es una manera de hacer justicia. A Rod Serling, por hacer del miedo un lugar seguro en La Dimensión Desconocida. A René Lavand, el mago manco, por precisar que para hacer magia basta un solo brazo. A Herman Munster, por sostener que lo importante es lo de adentro. Lo de afuera, ahí vamos viendo.
A Jorge Salmón, que enseña a ver lo que se esconde a la vuelta de la esquina. A Carlos Hernández, que confirma que se puede tomar una cerveza con Hipócrates como si la Costa Verde fuera el mar Egeo. A Roberto del Aguila, por cuidarnos a todos con su música y su caballerosidad. A Carlo Reyes, otro anticuado que cree en la palabra, lo correcto y en los Beatles. A Gabriela, Octavio, y Chini por lograr que Benito Lacosta solo tocara cuatro canciones y fuera suficiente. A Nani Cárdenas por enseñar cómo luchar contra un tigre hasta convertirlo en magnolia. A Roni Heredia por confirmar que la hermandad no precisa una misma madre en común.
Y a Los Picapiedra, que desde tiempos de las cavernas confirman que ser tonto, ser honesto y ser gentil es una de las maneras más elevadas de civilización.
A todos ellos, y a los que aquí faltan, las gracias por la lección. //