Y allí estaba ella, la nueva enamorada de mi mejor amigo, a la que llamaremos Z (no solo por temas de confidencialidad, sino porque creo que en cuestión de novias, mi amigo había pasado por todo el alfabeto). Antes de la cuarentena habíamos quedado en tener una comida casual, que no era otra cosa que activar mis dotes de sabueso y olfatear, metafóricamente hablando, si “ella” era la indicada. Tengo que decir que ya tengo algunos años siendo el sabueso oficial de mi mejor amigo. Según él, nadie lo conoce más que yo y tengo un buen detector de potenciales chicas problema. Si bien mis veredictos, es decir mis opiniones en WhastApp luego de las veladas introductorias, siempre fueron escuchados y leídos, no siempre fueron tomados en cuenta, así que aquí estábamos de nuevo: mi mejor amigo, Z, mi esposo y yo, pero esta vez por Zoom.
Ya le había advertido a Samuel, mi esposo, que apagara la cámara y fuésemos comiendo algo porque, conociendo la impuntualidad de mi amigo, no había manera de que estén del otro lado de la pantalla a las 9:30 p.m. como habíamos quedado. Sin embargo, me dejaron con la boca cerrada cuando hicieron su entrada triunfal por videoconferencia a la hora acordada. Parecía que Z le había hecho entender a mi amigo que echarle la culpa a la falta de conexión por llegar tarde era la nueva muletilla de los que antes culpaban al tráfico o al Waze por su impuntualidad. Punto para Z.
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Había visto fotos de ella antes en las que ponía en evidencia que más grasa podía tener un espárrago, pero me gustó verla con ropa relajada sin necesidad de estar rica y apretadita para sentirse guapa. Rompimos el hielo rápido y comenzamos a hablar de temas más profundos, como de sus años siendo emprendedora y lo mucho que le está costando sobrevivir a esta crisis. Mi mejor amigo me había contado que era la dueña de una tienda en la que yo había comprado unos cuadernos que alocan a mi hija, pero escuchar su historia de cómo comenzó desde cero hace seis años y cómo está transformando su negocio como si volviera a comenzar me demostró su valentía y fuerza.
De un momento a otro apareció el tema: las crisis que están enfrentando las parejas en cuarentena, donde muchos están descubriendo que en realidad no se soportan o que más bien se acostumbraron a solo soportarse. Ella contó la historia de una amiga suya que solo había logrado casarse con su novio al amenazarlo con dejarlo y cómo mágicamente logró que se apareciera con el anillo. Hoy están separados y con una hija recién nacida. Z contaba cómo ella le decía a su amiga que el matrimonio no es un fin en sí mismo, no es un check list que hay que cumplir para sentirnos realizados y cómo nuestra felicidad no puede estar supeditada a estar con otra persona.
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Mientras yo salivaba escuchando esto, remató su historia con la siguiente expresión: “Yo no quiero a alguien en mi vida que solo me soporte; para eso están los muebles”. De pronto apareció mi perro Feroz en la escena o, mejor dicho, en la cámara, porque quería comerse las tostadas de la mesa, y bueno, vino la estocada final: no solo reconoció lo guapo que es mi hijo perro, sino que contó que ella tenía dos. Cuando le pregunté qué raza eran, me respondió que ambos eran recogidos, uno de ellos lo había encontrado en la calle lleno de heridas y hoy es su mejor compañero. Tengo que reconocer que en ese instante solo quería apagar la cámara y decirle a mi amigo que si perdía a esta chica de verdad era un tonto porque era realmente perfecta. De pronto ella misma puso ese tema sobre la mesa, el concepto de imperfección. Z decía que si probablemente le preguntaban a alguno de sus ex sobre ella, la describirían como si fuera otra persona, no porque hoy sea falsa sino porque la vida, los golpes y sobre todo los aprendizajes hacen que con los años seamos una peor o mejor versión de nosotros mismos.
Me quedé pensando mucho en ese concepto y hasta hice un análisis de conciencia express y sí, pues, seguramente soy una Luciana muy distinta de la que puedan recordar ex parejas, conocidos o amigos del pasado. Y así como decía Z, de todas maneras con alguno me habré ganado la etiqueta de loca, ese cajón de sastre que usamos todos para los comportamientos que no entendemos. A diferencia de los videojuegos, las personas tenemos una sola vida, pero en lo que sí nos parecemos a esos personajes de ficción es que todos los días podemos lanzar al mundo una nueva versión de nosotros, porque vivimos en constante actualización de lo que somos, como las apps que guardamos en el teléfono. Z me hizo acordar de eso y fue reconfortante recordar ese viaje de trabajar todos los días por construir mi mejor versión. Pensándolo bien, creo que hice bien llamándola Z y espero que sea premonitorio para que no haya nueva letras en el abecedario de mi mejor amigo. //