No son muchos los oficios en los que te pagan para observar cómo trabajas. Es el caso por excelencia de los actores, el de los deportistas y, desde un punto de vista del espejo, el de los psicoanalistas.
Hay una ocupación que podría reunir todo lo anterior. Se trata de la profesión de futbolista. La puesta en escena del fútbol obliga a la creación de un personaje vestido de corto, tal como un niño, que funge de superhéroe dotado de un único y dudoso poder: ejercer un dominio definitivo sobre un balón lleno de aire. Es decir, controlar el vacío sobre un verde escenario. Lionel Messi hace esto.
Las pulsaciones que convoca y gestiona el fútbol favorecen los efectos terapéuticos del espectáculo deportivo. La estética del juego en equipo hace llevadera la amargura propia de la vida cotidiana. El opio y el apio del pueblo. Messi hace esto.
Y cuando esta maquinaria grupal no se da el juego deja espacio para la aparición del virtuoso, el iluminado que por propio pie desamarra en la cancha lo que el hincha no puede resolver en su vida. El gol limpia, fija y da esplendor. Messi hace esto.
Esta tarde juega el Barza en Barcelona, pero Messi parece que jugará de otras maneras y todos los días en esta ciudad. La camiseta con su nombre es un emblema ubico y global de visitantes que deambulan por la ciudad esperando la hora del partido. Mientras, los ubicuos muñecos que lo representan cuelgan dando vueltas en todos los kioskos de las Ramblas. Estos ídolos plásticos revolotean impulsados por la tramontana, ese viento rabioso que va del monte al Mediterráneo.
Familias enteras y japoneses que han cambiado la mascarilla por una bufanda con los colores del Barcelona se agolpan esperando que abran las puertas del Camp Nou. Todos los niños quieren ser Messi. Todos sus padres también quieren eso. Estamos a punto de ver en noventa minutos por qué este argentino gana un sueldo mensual de 8.4 millones de euros.
La tienda del Camp Nou es una orgía de mercadotecnia. La gente se deslumbra por las posibilidades de compra de productos dentro del espectro blaugrana. La estampa de Messi es reproducida de todas las maneras posibles, credo que se alimenta a través de la caja registradora pero que siempre depende de lo que haga el diez sobre el césped. Por garantía solo se ofrece una prodigiosa pierna izquierda.
En los estadios se grita lo que se calla en casa. En el Camp Nou no tanto. El reclamo político catalán, mezclado con la desafección a la actual gestión del club, enrarece la atmósfera propia de un recinto futbolístico. Hasta que aparece Messi y hace lo que hace por su equipo, por esta ciudad y por el fútbol.
No es magia pero lo parece. No es electromagnetismo pero funciona igual. El balón solo se despega de su botín para entrar al arco. Este rectángulo verde es su oficina y los testigos alrededor de ella estaremos el resto de nuestros días contando de la manera más verosímil posible lo que le vimos hacer.
Messi, Dios del fútbol, marca un gol, estuvo gritando la barra todo el partido. Esta tarde hizo cuatro goles y el mundo fue un poco mejor a pesar del Napoli, Maradona y el coronavirus. //