Y allí estaba él, sentado frente a mí en la terraza de un restaurante, guardando todos los protocolos y antes de la cuarentena. Lo encontré un poco más flaco, como diría una de los hits de Pandora, pero en este caso le quedaba bien; era claro que en estos meses de pandemia y en todos los años que no lo había visto, no se había tirado al abandono, por lo menos algún tipo de cardio o sus pesitas hacía. No nos habíamos reunido por una razón en particular. Coincidimos en un proyecto en común al que nos convocaron como asesores y quedamos luego por Messenger (ninguno de los dos tenía ya nuestros nuevos números de teléfono). Sería una buena idea ponernos al día y quizás hasta colaborar juntos en el nuevo proyecto.
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Estábamos en la mesa, él acababa de sentarse, pero se paró de inmediato para volver a lavarse las manos. Ya se las había embadurnado con una generosa porción de alcohol en gel en la entrada del restaurante, pero recordé al instante algunos de sus tocs con temas de limpieza, cosa que para estos tiempos es más que conveniente. Volvió a la mesa y la conversación fluyó inmediatamente. Pensándolo bien, no tenía que ser incómodo: decidimos dejar de salir sin pelearnos, sin traiciones, sin dramas. No podría decir que “terminamos” porque nunca le pusimos título a lo que tuvimos. Él salía de una relación con alguien con quien se peleaba todo el día, y yo de algunas microrrelaciones fallidas luego del duelo de mi divorcio. Nos volvimos por unos meses compañeros de cine, teatro, largos debates de campañas publicitarias y recomendaciones literarias. Pero lo que comenzó de la nada, terminó en la nada también, sin pena ni gloria, en el mejor sentido de la palabra. Sin pena porque nadie salió lastimado, y sin gloria, porque si bien hubo cariño y respeto, nunca llegamos a ser un adjetivo superlativo el uno para el otro.
Meses más tarde comencé a salir con quien hoy es mi esposo, y él con su pareja actual, a quien no conozco pero que me cayó bien de todo lo que me contó sobre ella. No solo había cambiado nuestra situación sentimental en estos años. Él había perdido a su hija perruna por la que tenía amores locos que yo no entendía en su momento –nunca había tenido una mascota y yo ahora le enseñaba fotos de mi Feroz, el niño perro de mis ojos– , mientras intentaba con la servilleta que no se me cayera la baba.
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A nivel laboral, él me contaba de su nueva empresa y de las colaboraciones que hace con su novia, que es supercapa. Yo le contaba de mi nueva vida de emprendedora liderando mi propia agencia de publicidad. Pero así como muchas cosas habían cambiado, otras se mantenían intactas, como su sentido del humor ácido, más como una mandarina dulce que una lima amarga; su conversación culta pero sin ser petulante; su pensamiento crítico y su gran pasión por un texto bien escrito.
Mientras tomábamos nuestra segunda agua con gas y la pasábamos realmente bien, no pude evitar pensar en cómo la selección de nuestras parejas es un termómetro de nuestra salud emocional. El psicólogo Igor Alegría siempre dice que en el terreno amoroso escogemos lo que creemos que merecemos, y eso depende de quién crees que eres. Una reflexión mucho más interesante, profunda, compleja y dura sin duda, que caer en el cliché de que tienes mala suerte o en la huachafería infantil de que que para encontrarte con alguien que valga la pena, hay que besar muchos sapos, como si tener una buena pareja fuera un tema de suerte o de magia. O peor aún, como si tuviéramos un comportamiento lineal, siempre haciendo las mismas elecciones. No puedo más que coincidir con Igor.
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Creo que a medida que más me conocía, pero sobre todo, me quería, mi manera de ver a mi potencial pareja también cambiaba. Llegas a entender que para elegir a alguien primero tienes que elegirte a ti y no estar dispuesta a subsidiar nada de lo que mereces en la vida. Me dio gusto ver a C tan contento, resuelto y enamorado, pero también me hizo bien verlo porque –por extraño que parezca– me hizo recordar a mí en esa época, eligiendo pasar mi tiempo con alguien por las razones y las emociones correctas, y luego dejarlo pasar por razones y emociones igual de correctas. Me recordé eligiendo y no dejándome arrastrar por el miedo al vacío. C y yo nos elegimos como amigos y eso permitió que ambos buscáramos y encontráramos nuestros respectivos superlativos que espero se conozcan pronto en una mesa de a cuatro. //
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