"Un reciente estudio, hecho en organelas, revela que el nuevo coronavirus es capaz de infectar directamente las células intestinales". (Ilustración: El Comercio)
"Un reciente estudio, hecho en organelas, revela que el nuevo coronavirus es capaz de infectar directamente las células intestinales". (Ilustración: El Comercio)
Elmer Huerta

Hace recién 195 días del anuncio de una rara enfermedad respiratoria descubierta en la ciudad china de Wuhan. A partir de ese momento, y probablemente hasta abril, muchas de las conversaciones acerca de ese mal, conocido ahora como COVID-19, se centró en sus complicaciones respiratorias.

Incluso en el Perú, después de descubrirse el primer caso el viernes 6 de marzo pasado, la percepción general era que estábamos frente a una enfermedad eminentemente respiratoria, que ocasionaba complicaciones tan graves que era necesario el uso de respiradores en unidades de cuidados intensivos (UCI).

La búsqueda de camas de hospitalización, camas UCI y respiradores se hizo entonces algo de vida o muerte, una prioridad esencial.

No hay absolutamente ninguna duda de que todas esas afirmaciones son correctas, pues incluso en algún momento la enfermedad llegó a ser bautizada como la neumonía de Wuhan. Pero muchas veces el mirar solo los árboles nos impide ver el bosque, y eso es lo que ha pasado con esta infección.

En los últimos dos meses, la ciencia está entendiendo que el COVID-19 va mucho más allá de ser una enfermedad respiratoria, y que en realidad es un mal multisistémico, capaz de causar daño en casi todos los sistemas del organismo.

Mucha agua ha pasado bajo el puente desde que hace 11 semanas describimos esa característica de la infección.

Un reciente estudio, hecho en organelas (células aisladas que remedan un órgano primitivo), revela que el nuevo coronavirus es capaz de infectar directamente las células intestinales, lo cual explica por qué el 20% de los pacientes con COVID-19 tiene síntomas digestivos, tales como náuseas, vómitos y diarrea.

Del mismo modo, hemos aprendido mediante la observación que uno de cada dos hospitalizados muestra inflamación del hígado, que es consecuencia de la infección directa a las células hepáticas.

Asimismo, hace diez semanas decíamos que uno de cada dos pacientes con COVID-19 presentaba evidencia de que sus riñones no filtraban las proteínas y que uno de cada tres desarrollaba falla o insuficiencia renal, y ahora sabemos que eso está asociado a un ataque del virus contra las células de los riñones.

Es más, el nuevo coronavirus puede atacar al páncreas, haciendo que personas previamente sanas desarrollen diabetes o que esta condición se vuelva más severa en aquellos que ya la tienen, lo que causa que necesiten enormes dosis de insulina.

Y en cuanto al sistema nervioso central, las noticias tampoco son buenas. En el volumen de junio de la revista “Brain”, se publican dos estudios –uno español y otro británico– que dan detalles acerca de los efectos del COVID-19 en el cerebro y los nervios.

En el estudio español, realizado por el Hospital General Universitario de Albacete, se describen 23 casos de enfermos diagnosticados con COVID-19 que presentaron afectación del sistema nervioso central. Del total, 17 fueron casos de derrame cerebral de tipo isquémico; es decir, de formación de coágulos en las arterias del cerebro. Cinco fueron de hemorragia cerebral y uno de una complicación de degeneración cerebral. Lamentablemente –dicen los investigadores–, el 74% de los pacientes tuvo una evolución desfavorable.

Los investigadores británicos describen a un grupo de 43 enfermos con COVID-19 que desarrollaron severo compromiso del cerebro y los nervios, algunos con encefalopatías (caracterizadas por delirios y psicosis), diversos tipos de inflamación cerebral y de la médula espinal, derrames cerebrales por formación de coágulos en las arterias, e inflamación de los nervios que salen de la médula espinal, lo que causó síndrome de Guillain-Barré. Los autores del trabajo destacan que los casos de compromiso cerebral fueron independientes de la severidad de los síntomas respiratorios.

También se ha documentado que el corazón –cuyas células contienen abundancia de receptores ACE2– puede sufrir daño directo de sus células, lo que haría que el 20% de pacientes hospitalizados desarrolle infartos, arritmias cardíacas y miocarditis, o inflamación del corazón.

El daño sobre los vasos sanguíneos puede desencadenar una grave condición llamada coagulación intravascular diseminada, en la que se forman múltiples y pequeños coágulos en las venas y las arterias. Se trata de una de las tres principales causas de muerte por la infección.

–Secuelas–

En las últimas semanas, el asunto se está poniendo más preocupante, pues se empieza a documentar que las personas que sobreviven a la enfermedad muestran secuelas persistentes, cuyo pronóstico es imposible de predecir.

Un reciente estudio italiano, que siguió durante dos meses a 143 personas que tuvieron la infección, encontró que el 44% dijo que nunca se recuperó y describió su estado como peor de lo que se sentía antes de la enfermedad. El 32% presentó uno o dos síntomas, el 55% tuvo tres síntomas persistentes y solo el 12% señaló que se recuperó completamente. Los pacientes tuvieron una edad promedio de 56 años: 63% fueron varones y todos estuvieron hospitalizados durante un promedio de 13 días y medio.

–Corolario–

La razón de tanto daño es que el COVID-19 es una infección del sistema ACE2, receptores ampliamente distribuidos en casi todos los tejidos y que el virus usa como puerta de entrada a las células.

Hasta que no tengamos un medicamento o vacuna eficaces, solo queda prevenir la infección. Para eso, utilizar una mascarilla cuando se está alrededor de gente, mantener dos metros de distancia con ellos e higiene de manos son nuestra única esperanza de control.

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