El bote se detiene vibrando entre las rocas y el fango de una breve pendiente que surge del río Ucayali. Sixto, la piel tostada y el ceño como una malla de incisiones que trazan su frente, salta a tierra. Sube a trancos largos hasta una planicie salpicada de platanales, cultivos de yuca y follaje disperso. Solo alza la mano y saluda. El camino que ahora sigue penetra en una muralla de árboles, atraviesa lodazales, contornea el ramaje que condensa el bosque. No habla. Sabe a dónde hay que llegar y con eso es suficiente. A ratos, apenas susurra: “Ya falta poco”. En cada tramo, mientras afianza el paso, Sixto ausculta el horizonte, aunque sea siempre el mismo cuadro de troncos y vegetación diseminada. Los parajes de selva espesa que transita pertenecen al distrito de Tahuanía, provincia de Atalaya, en la Amazonía del Perú. Han pasado 34 minutos de enmarañado trayecto. El techo que forman las copas de los árboles de pronto se abre a un enorme rectángulo terroso.
“Son 985 metros, una gran ‘cancha’ – susurra y apunta al otro extremo— hemos llegado”.
Ninguna avioneta del narcotráfico ha despegado aún de esta pista clandestina. El trazo quedó listo hace cinco años, pero el brote del coronavirus paralizó la demanda de las mafias por más vías para sacar sus cargamentos de droga. Así lo recuerda Sixto, ahora menos tenso, más locuaz. Él fue uno de los jóvenes que hizo el enripiado del suelo luego de que el terreno fuera desboscado. Dice que un familiar suyo lo convocó, que cumplió con el trabajo durante dos semanas y volvió a su hogar. Sixto no es su verdadero nombre, pues frente al peligro, prefiere mantener su nombre en el anonimato.
La pista fue abandonada desde el inicio de la pandemia, sin embargo, grupos de hombres la han comenzado a habilitar otra vez.
“Llegan cada cierto tiempo. Están nivelando la tierra y podando los matorrales que han crecido en los costados”, cuenta una fuente local. El temor que lo punzaba en el camino era, más bien, la duda de no haber calculado con precisión si íbamos a encontrar el área despejada. Se trata de un sector de narcotráfico en preparación, situado cerca de las comunidades nativas de Chanchamayo y Pandishari. La que muestra Sixto es apenas una de las decenas de pistas clandestinas que han convertido a Atalaya en la provincia de la región Ucayali más convulsa por los vuelos del narcotráfico.
Mongabay Latam y Earth Genome desarrollaron una herramienta de búsqueda que utiliza inteligencia artificial (IA) y detectaron 45 pistas clandestinas para la salida de cargamentos de droga en Ucayali, de las cuales 18 están dentro y 19 alrededor de territorios indígenas.
Tajos escondidos en el bosque
Las pistas de aterrizaje ubicadas por el algoritmo y la IA también se pueden ver en la plataforma de monitoreo satelital Global Forest Watch. La información obtenida a través de los satélites fue cruzada con los hallazgos de la Dirección Antidrogas de la Policía Nacional del Perú (Dirandro) y la Gerencia Regional Forestal y de Fauna Silvestre de Ucayali. El desarrollo de este proceso, sumado a la verificación de cada trazo con fuentes locales y oficiales, permitió confirmar que existen al menos 45 narcopistas en Ucayali. De esas, 31 están desperdigadas dentro de los cuatro distritos de la provincia de Atalaya: Raymondi (17), Sepahua (6), Yurúa (4), Tahuanía (4). Lo preocupante es que 26 de los 31 aeródromos ilegales de Atalaya afectan dentro y alrededor a comunidades y reservas indígenas localizadas en esa jurisdicción.
En el caso de Tahuanía, el área de Operaciones Tácticas de la División de Maniobras contra el Tráfico Ilícito de Drogas en Pucallpa asegura que se trata de pistas clandestinas abandonadas.
“Pero si hay firmas u organizaciones criminales con cargamentos listos y que requieren de una pista que está inactiva, entonces la limpian bien y la activan de inmediato”, detalla el agente encargado del departamento policial.
Eso es lo que está ocurriendo en la pista que visitamos con Sixto. Las matas cortadas en los lados revelan que el trazo inicial tuvo cinco metros de ancho. Hay rastrillos tirados y cilindros que funcionan como hitos en los trechos donde la tierra ya fue afirmada. Todo, al parecer, está quedando listo para próximos envíos de droga. La policía señala que avionetas Cessna de bandera boliviana son las que aterrizan en Atalaya para llevar cargamentos de entre 300 y 350 kilos de clorhidrato de cocaína. Uno de los destinos más recurrentes es el departamento de Beni, en el norte de Bolivia, y algunas veces, luego de una parada ahí, la misma avioneta que partió de la selva peruana sigue rumbo a Brasil.
Fuentes en la zona sostienen que existe un negocio de alquiler de narcopistas en esta parte de la Amazonía. Si alguien necesita usar una, nos explican, puede elegir el lugar más conveniente y pagar entre US$10 mil y US$20 mil. No lo admite, pero es evidente que su experiencia en el territorio lo ha hecho conocedor de los pormenores que implica el envío al exterior de cada cargamento de droga.
“Al día pueden salir hasta cuatros vuelos. A veces mientras en una avioneta van cargando la droga otra va despegando. Cada operación debe tardar cinco minutos, como máximo. Así, una misma organización puede sacar diariamente hasta 1200 kilos de cocaína”, nos explica uno de los entrevistados.
Son las 2 p.m. y, según los testimonios recogidos, todos los vuelos correspondientes al día de nuestra visita, ya han despegado. “Las naves salen desde las 6 hasta las 9 de la mañana. Y es muy raro que una organización utilice la misma ‘cancha’ más de dos veces. Siempre están buscando nuevas pistas para aterrizar y partir”, nos explican.
Las comunidades de las etnias asháninkas, ashéninkas, yines y shipibas de Atalaya son las más perjudicadas por el narcotráfico. Los delitos conexos (amenazas, extorsiones, sicariato) han propiciado que Ucayali escale al sombrío sitial de ser una de las regiones más peligrosas para las comunidades nativas en la Amazonía peruana.
La Organización Regional Aidesep (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana) Ucayali – ORAU tiene contabilizado que, desde 2013, al menos 35 líderes indígenas han sido asesinados en el Perú. Herlin Odicio, vicepresidente de la organización indígena, hace una rápida ecuación mental y afirma que, al menos, 10 de estos crímenes se cometieron en Ucayali. La ORAU, que agrupa a 13 federaciones de diferentes pueblos indígenas en Ucayali, ha documentado también con fechas los casos de 28 defensores ambientales de esas tres regiones que están amenazados de muerte y son víctimas de hostigamientos por proteger sus territorios. El último en esta lista era Mariano Isacama Feliciano, dirigente de la comunidad nativa Puerto Azul, quien desapareció el 21 de junio tras una serie de amedrentamientos que llegaron a su teléfono celular. Él fue encontrado muerto 23 días después, en un descampado. Odicio está convencido de que ha sido una venganza del narcotráfico: “Desde abril, la guardia indígena ha quemado cocales, destruido pozas de maceración y promovido sobrevuelos. Tenía información de que iban a tomar represalias contra los líderes”.
Ucayali cerró el 2023 con una deforestación de 27 340 hectáreas, y apenas en los dos primeros meses de 2024 su pérdida de cobertura boscosa alcanzó las 673 hectáreas (203 hectáreas al interior de comunidades nativas), según la Gerencia Regional Forestal y de Fauna Silvestre Ucayali (Gerffs). Franz Tang, gerente de la oficina regional, le dijo a Mongabay Latam que, en promedio, el 45% del desbosque anual en Ucayali está relacionado con el narcotráfico, lo que coincide con las más de 12 mil hectáreas de cultivos de coca reportadas para Ucayali, en el último monitoreo de la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida).
El segundo Vraem
“Corremos riesgo, pero el Estado no nos ayuda, no nos da seguridad. Los defensores de la tierra morimos porque peleamos cuando son vulnerados nuestros derechos. Atalaya está convirtiéndose en un segundo Vraem (Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro)”.
Las palabras se atropellan en la voz de un dirigente amenazado de una importante federación indígena de la zona que prefiere ser aludido con un seudónimo: Francisco. Sin resquicio de duda, afirma que desde el 2015 los sembríos de hoja de coca, las pistas de aterrizaje y las correrías del narcotráfico fueron incrementándose notoriamente en Atalaya. También las matanzas y desapariciones que, asegura, no siempre son conocidas pero asolan tanto la ciudad como las comunidades nativas: “Yo sé de dos hermanos indígenas asesinados en 2023 y de uno que ha desaparecido este año”.
“En Tahuanía, por citar un caso, mueren hermanos que han sido captados para trabajar para el narcotráfico. No sabemos en realidad cuántos mueren a diario. No hay policías, no hay autoridades. El Estado nos ha olvidado”, sostiene.
En 2015, año en el que según Francisco el narcotráfico empezó a intensificarse en Atalaya, el gobierno peruano cumplía dos años de haber desplegado una serie de operativos e interdicciones contra el narcotráfico sobre diversas zonas críticas del Vraem, sector que hasta hoy concentra la mayor superficie de cultivos de coca en el Perú (38 253 hectáreas), y en donde las mafias han establecido inhóspitos circuitos para el traslado de la droga que producen. En aquel año, los reportes del Comando Especial del Vraem, el conjunto de unidades militares que opera a lo largo del valle cocalero, indicaban que diariamente eran destruidas entre tres y cuatro pistas clandestinas en esa zona. Ello derivó en la inhabilitación de unas 200. El área de Operaciones Tácticas de la policía antidrogas en Pucallpa informó a Mongabay Latam que, entonces, la implementación de narcopistas creció en lugares como Ciudad Constitución (Pasco), Codo del Pozuzo (Huánuco) y, posteriormente, Atalaya (Ucayali): “Aquí entraron con fuerza a Raymondi, y también a la zona del río Inuya, en Sepahua”.
No sólo se han trasladado las pistas clandestinas a Ucayali. En su informe más reciente, Devida, comisión que dirige la política nacional de lucha contra las drogas, anota que aunque el Vraem alberga el 41% del total de hoja de coca en el país (38 253 hectáreas), Ucayali tiene 12 221 hectáreas de cocales, la mayor cantidad por región. Dentro de esta zona, el denominado Bajo Ucayali, conformado por los distritos de Iparía (Coronel Portillo) y Tahuanía (Atalaya), Raymondi (Atalaya) y Sepahua (Atalaya), acumula 3355 hectáreas de hoja de coca. El Vraem y el Bajo Ucayali, de acuerdo con el monitoreo de Devida, mantienen una fuerte tendencia a la expansión de los cultivos ilícitos y sus consecuencias.
La relación entre el Vraem y Atalaya también es confirmada por la policía antidrogas de Pucallpa. Los oficiales han identificado una importante ruta de la droga que parte del valle cocalero: empieza en el río Apurímac y, luego de que éste confluye con el Mantaro, sigue por el río Ene. Tras la unión del Ene y el río Perené, el corredor continúa por el río Tambo, que se encuentra con el Urubamba para formar el río Ucayali en la ciudad de Atalaya. Así, los cargamentos llegan en embarcaciones repletas hasta las proximidades de las pistas clandestinas. De hecho, 10 de las pistas detectadas por el algoritmo están a menos de dos kilómetros de los ríos Urubamba y Ucayali. Personal militar de inteligencia precisó a Mongabay Latam que el 90% de la droga elaborada en el Vraem sale del Perú por vía aérea y apenas un 10% mediante carreteras o a través de ríos y el mar.
“Pero eso no quiere decir que en Ucayali no haya elaboración. Iparía y Masisea se han vuelto zonas de producción, también algunos puntos de Atalaya. Hay hermanos indígenas que son empleados para las cosechas de coca. Muchas veces esa termina siendo la única actividad económica rentable aquí. No tenemos oportunidades por el desinterés del Estado”, dice Francisco arqueando las cejas.Como si fuera una lista que repite de memoria cada cierto tiempo, Francisco señala que Centro Lagarto Juvenil, Flor de Mayo, Nueva Claridad de Bambú, Puerto Alegre, Colpa, Flor de Shengari, Chanchamayo, Diobamba, Pandishari, Puerto Esperanza y Galilea son las comunidades nativas de Atalaya más complicadas por las operaciones del narcotráfico. Entre ellas, remarca que Centro Lagarto Juvenil, en Raymondi, es la que corre mayor peligro pues registra constante asentamiento de invasores no indígenas que extienden sembríos de hoja de coca y han habilitado una pista de aterrizaje clandestina.
La arremetida del narcotráfico en Atalaya obligó a que varias comunidades nativas emprendieran una riesgosa lucha frontal contra estas mafias, en algunos casos con éxito. No obstante, la tensión ha quedado como un estigma en la rutina de sus pobladores. Es lo que sucede en una de las comunidades ashéninkas del distrito de Raymondi. Allí las organizaciones criminales establecieron una suerte de bastión para los envíos de droga, que la población y autoridades consiguieron erradicar en un trabajo articulado. Sin embargo, la posibilidad de que la convulsión retorne continúa latente. “En nuestro territorio había pistas de los narcos. Tuvimos que conformar un comité de autodefensa e informamos a la Marina de Guerra lo que ocurría. Así logramos retirarlos. Pero ahora están intentando levantar vuelos nuevamente. Ya no queremos más problemas”, narra una fuente local con angustia y en evidente tono de auxilio.
El monitoreo de Devida puntualiza que la superficie de hoja de coca en comunidades nativas es de 13 054 hectáreas en todo el país, lo que representa el 14% del total nacional (92 784 hectáreas). La tendencia aquí, según la evaluación del organismo estatal, también es creciente.
Toda la grave situación descrita por los comuneros indígenas y los reportes satelitales de Mongabay Latam y de otras organizaciones que han investigado el tema, contrasta con la información que contempla la Primera Fiscalía Provincial Especializada en Delitos de Tráfico Ilícito de Drogas, con sede en Pucallpa. El despacho fiscal informó para este reportaje que si bien existieron tres casos de sembríos de coca en Atalaya, ya fueron archivados, y que a la fecha solo hay uno, que afecta a una comunidad nativa en Tahuanía. Además, la misma fiscalía antidrogas de Pucallpa descartó la presencia de pistas de aterrizaje clandestinas dentro de comunidades nativas de Atalaya. “Las pocas que hay están en centros poblados”, anotó.
Por otro lado, a través de un pedido de información, la Dirandro confirmó la destrucción de 58 narcopistas en Ucayali en un período de diez años (2013 – 2022). A ello se suma el reporte de tres avionetas destruidas en el 2012 y 2021, y cuatro accidentadas entre el 2020 y 2022. Además, Mongabay Latam sistematizó las notas de prensa publicadas por la Dirandro, que reportan operativos realizados en Ucayali entre el 2020 y 2024. La base de datos reúne 132 intervenciones divididas entre incautación de drogas (40), decomiso de químicos (12), allanamientos de laboratorios (51) y destrucción de pistas (10).
La opresión del narcotráfico
Antes de encallar el bote en las orillas de Bolognesi, Fabio perfila sobre un papel el rumbo que ahora debemos seguir en motocicletas. El dato que tiene de la zona es que la red criminal asentada allí está en alerta por una reciente incursión de la policía antidrogas. Que hay un cargamento que no llegó a ser exportado y el costo de una eventual pérdida podría ser millonario, pues los paquetes ya están a solo pasos de una pista clandestina. En efecto, los precios de la droga entre uno y otro punto de las rutas que sigue y, más aún, en sus destinos finales varía de forma exorbitante. En la presentación de los resultados del monitoreo de Devida, la Dirección Antidrogas de la Policía Nacional refirió que el kilo de cocaína cuesta US$1200 en los lugares de producción, pero su precio bordea los US$2500 cuando llega a una narcopista. En Estados Unidos, subrayó la Dirandro, el kilo asciende a US$30 000; y en Europa, a US$60 000. “De esos costos se habla mucho por acá cuando va a haber grandes envíos”, cuenta Fabio, y desembarca de un salto.
A 50 minutos de trayecto por la carretera Bolognesi-Breu, cerca de la frontera con Brasil, un desvío imperceptible por la maleza marca el inicio de una trocha que conduce hacia la comunidad nativa de Colpa. En una hora más de recorrido, esta misma vía, fragosa y descuidada, pasará a ser una pista de aterrizaje a lo largo del tramo que corresponde a Colpa. Es decir, pasa al lado de las casas de los pobladores asháninkas. “Cuando va a aterrizar una avioneta para ser cargada de droga, todo el tránsito se paraliza. La población también. No pasa muy seguido, pero así vivimos”, comenta un dirigente que ha decidido dejar su pueblo por seguridad.
El objetivo es atravesar la pista en Colpa y después iniciar una caminata, bosque adentro, hasta otra que cruza la concesión forestal Ucayali Wood, un trayecto similar al que Sixto dirigió en las cercanías de la comunidad nativa Chanchamayo. Pero a menos de cuatro kilómetros del primer punto, un puente hecho con troncos ha quedado destruido e impide el paso de las motocicletas y, en general, de cualquier vehículo. Entre los arbustos de los contornos, hay bidones forrados con plásticos y llenos de químicos y combustible, como si en medio de una fuga urgente el producto hubiera sido escondido con apremio. Desde la moto que maneja, Fabio confirma la información que tenía y advierte que, realmente, la zona está movida: “Debe haber un centro de producción muy cerca de la pista. Han derribado el puente para que nadie se acerque. Están en retirada”. Fabio hunde la vista en lo que parecen ser las huellas de una camioneta sobre el lodazal, y como acto reflejo compone una expresión de alarma: “En cualquier momento va a regresar la camioneta a llevarse esto. Es muy peligroso permanecer”.
Ucayali Wood tiene 9000 hectáreas y una deforestación que, en los cálculos de su gerente general, Tedy Arbe, alcanza casi el 20% del terreno. Parcelas de 200 a 500 hectáreas en la concesión están cubiertas de cultivos de coca, por donde Arbe y sus trabajadores deben pasar, “pidiendo permiso a los cocaleros”, cada vez que van a realizar un censo o extracción de árboles. “Ellos entran, dejan las especies en cenizas y siembran. Instalan su campamento y dicen que es su zona, que les pertenece”, declara el gerente a Mongabay Latam. En las concesiones vecinas, agrega, también hay sembríos de coca y pistas clandestinas. El trazo que el narcotráfico tiene habilitado en la suya data de tres a cuatro años atrás, pero afirma que nunca ha estado en el territorio mientras una avioneta llegaba o despegaba con droga. Sobre su escritorio, Teddy Arbe muestra la nueva denuncia que ha puesto ante la fiscalía por el desbosque en Ucayali Wood. Una que, como las anteriores que ha presentado, sabe que también será archivada. “Pero lo hago porque me pueden acusar de estar coludido con esa organización criminal”, dice camino al aserradero que administra en Pucallpa.
El área de Operaciones Tácticas de la policía antidrogas en Pucallpa sostiene que en las inmediaciones de la carretera Bolognesi-Breu hay constante elaboración de droga porque existen extensas plantaciones de coca. Conforme a su último reconocimiento, el departamento policial indica que las pistas de aterrizaje son acondicionadas en las mismas carreteras o trochas carrozables que los madereros utilizan para llegar a sus campamentos y retirar las especies que extraen. “Los trazos son bien rectos para que las avionetas bajen sin problemas”, es una conclusión de las inspecciones policiales. En tal contexto conviven los comuneros de Colpa desde junio de 2019, una situación que Mongabay Latam tenía identificada como parte de su análisis. Además, detectó 10 narcopistas, implementadas entre junio de 2016 y mayo de 2021, dentro de 9 concesiones forestales de la región Ucayali.
“En nuestra comunidad hay un aeropuerto (pista de aterrizaje), pero solo se utiliza para vuelos de emergencia, sino no hay posibilidad. Tenemos un comité de vigilancia que controla todo. Aún no hemos tenido intervenciones de extraños, pero sentimos miedo porque colindamos con centros poblados no indígenas”, describen los comuneros de Sawawo Hito 40, un pueblo asháninka ubicado en el distrito de Yurúa, límite con Brasil, y que desde agosto de 2021 comenzó a ser perjudicado por empresas madereras que abrieron allí un tramo de la carretera Bolognesi-Breu. En un reportaje publicado por Mongabay Latam en octubre de 2021, dirigentes de Sawawo Hito 40 denunciaron que la apertura de la vía, cuya proyección es llegar a suelo brasileño, había causado la depredación de su bosque y la aparición de taladores ilegales. También, la expansión de cultivos de coca y, peor, de pistas clandestinas para el narcotráfico.
Crisis palpitante
Desde el río Ucayali, una comunidad ashéninka ubicada en el distrito de Raymondi aparece cercada por un tumulto de árboles que anuncian un bosque denso y variado. La selva se despliega como una enorme franja homogénea, en la colindancia con el río, hasta que un intervalo de vegetación reciente corta la frondosidad: pastizales enroscados con los rezagos de un terreno depredado. Es purma en unos cuatro metros de anchura y una profundidad que se pierde entre la arboleda tupida. Nadie dudaría que es una carretera en abandono si uno de sus extremos no condujera al caudaloso Ucayali. Aquí, en las proximidades al río, el trazo acoge dos arcos separados a una distancia de 60 metros. Nadie dudaría que es imposible jugar al fútbol en este larguísimo rectángulo escarpado. “Por eso les dicen ‘canchas’, para aparentar que no son pistas de aterrizaje. Esta tiene 800 metros de longitud. Cuando una avioneta iba a aterrizar acá, sacaban los arcos y despejaban el área”, precisa un integrante de una patrulla indígena.
Estamos a una hora del punto en que los ríos Urubamba y Tambo confluyen para formar el Ucayali. El guardia indígena dice que, al fondo, en la frontera de esta comunidad con otros dos centros poblados, cuyos nombres también mantenemos en reserva, la presión del narcotráfico es mayor por cuanto existen más pistas clandestinas activas. La que ahora tenemos al frente está en desuso desde el año pasado. En febrero de 2023, relata, una avioneta que llegaba para recoger un cargamento de droga cayó al río Ucayali y ello generó desplazamientos y operativos frecuentes de las autoridades. Al mes siguiente, Yober José Auccatoma Leche, alias ‘Leche’, capo del narcotráfico en el Vraem, fue capturado en la ciudad de Huamanga, Ayacucho. Las investigaciones de la Dirandro revelaron que la red criminal de ‘Leche’ exportaba hasta 400 kilos de cocaína al día. Estos territorios indígenas localizados en el contorno del Ucayali, estaban entre sus principales bastiones para los envíos de droga a Bolivia.
Los registros obtenidos por la policía antidrogas demuestran la forma cómo avionetas de bandera boliviana eran preparadas para despegar con la droga de la organización de ‘Leche’, desde narcopistas ubicadas en las comunidades nativas de Raymondi. Uno de los trazos está a pocos metros de la orilla del Ucayali y va en paralelo al curso del río. Tiene 650 metros de extensión. Las viviendas de los comuneros, hechas con troncos y calaminas, componen una hilera a un costado. En la otra margen se prolonga una enramada que separa a la comunidad del río. “Esta ‘cancha’ también está inactiva, hay más vigilancia que antes, pero cualquier organización la podría reactivar si la requiere”, remarca el vigilante indígena con preocupación.
Las ubicación de ambas pistas, en Puerto Esperanza y Galilea, coincide con el diagnóstico elaborado por Mongabay Latam, y sus características corresponden al reconocimiento hecho por la policía antidrogas de Pucallpa: están situadas a orillas del río Ucayali, en Raymondi, son siete en total y su situación es de completo abandono. Otra observación policial resalta que alrededor del río Inuya, un afluente del Urubamba, en Sepahua, hay entre 13 y 18 pistas activas al 100%. El obstáculo más duro que el área de Operaciones Tácticas encuentra en Atalaya es la falta de una base o un punto de abastecimiento de combustible, debido a que todos los operativos allá deben ser en helicóptero.
El colapso que las redes de la droga han ocasionado en Atalaya —resalta el gerente forestal Franz Tang— está focalizado básicamente sobre comunidades nativas y concesiones forestales. La policía antidrogas de Pucallpa aclara que, si bien la inhabilitación de narcopistas es constante, no se trata necesariamente de trazos nuevos, puesto que uno mismo puede ser destruido cinco, seis o cuantas veces el narcotráfico consiga reactivarlo. Una historia que en Atalaya se ha tornado cíclica, parte de la normalidad y, por ahora, irremediable.
———*Los nombres de algunas personas que fueron entrevistadas y que participaron en la realización del reportaje fueron cambiados por su seguridad.
El artículo original fue publicado por Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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