No fue una, ni fueron dos, fueron cuatro las veces que la Madre Teresa de Calcuta visitó el Perú. La foto corresponde a la última, en agosto de 1989. Décadas atrás, en los setenta, la religiosa de origen albanés, nacionalizada india, vino en dos oportunidades. En 1973 fundó un albergue en La Parada; en 1979 inauguró un refugio para mujeres abandonadas en Chimbote; y en 1982 –tres días después de la muerte de la senderista Edith Lagos– encabezó la donación de un terreno en Puente Piedra donde más tarde se levantaría un asilo de ancianos. Se suele destacar la segunda visita, porque solo dos meses más tarde, el 17 de octubre de 1979, recibió el Premio Nobel de la Paz. La monja no quiso banquete y exigió que el dinero del galardón, cerca de 200 mil dólares, fuese donado a los pobres.
En su cuarta y última visita, la del 89, además de reunirse con el presidente y el Cardenal, acudió a una actividad en un pueblo joven de Gambetta Baja, en el Callao. Ahí les habló a los pobladores –en inglés, con ayuda de una traductora– acerca de la necesidad del perdón, la paz, el amor y la alegría (valores que siguen siendo escasos por estos lares). La foto es, precisamente, de esa mañana de invierno. Mientras Teresa acaricia la cabeza de un niño (que hoy debe ser un caballero en sus cuarentas), un grupo de jóvenes la rodea con reverencia. No sabemos si es ella quien entrega o recibe esas flores blancas, pero hay mutua cordialidad en la escena. Los tres jóvenes que están delante la miran con la devoción con que se mira a una santa, aunque en rigor la Madre recién sería canonizada en 2016, póstumamente (murió mucho antes, en 1997). El papa Francisco la nombró santa en mérito del segundo milagro que se le atribuye: la curación de un hombre de treintaicinco años, un ingeniero mecánico brasilero que se hallaba agonizante por una infección cerebral. Su nombre, Marcilio Andrino. Tenía múltiples tumores cuando Teresa supo de su caso. Su recuperación fue considerada «científicamente inexplicable».