Ha pasado el cometa; nos envolvió en su cauda luminosa y prosiguió, en su rápida carrera, por la insondable bóveda estrellada.
El solo anuncio de su venida generó, en el mundo todo, un temor congojoso, solo comparable al que a su vez debió conmover a los hipotéticos habitantes del cometa cuando sus hombres de ciencia y sus astrónomos les hablaron de un choque posible con la Tierra.
El sentimiento, mezcla de temor y de impotencia, que ha agobiado a la humanidad, ha tenido una extraordinaria virtud, que no ha alcanzado jamás suceso alguno. Desde las frías regiones polares hasta la zona tórrida “que el sol enamorado circunscribe”; desde las tierras en que nace el astro de la luz, hasta los parajes en que se pone, en todas partes ha habido un solo sentimiento y una misma grave preocupación.
A las 9 de la noche de ayer, en nuestra ciudad, y a la hora relativa en todo el mundo, los dos mil millones de hombres o poco menos, que pueblan el planeta, se han sentido preocupados con el astro errante que les amenazaba con la muerte.
Crédulos y atribulados los unos, ocultando su intranquilidad bajo una máscara de fingido desdén los demás, todos han elevado sus miradas, en una interrogación mezcla de inquietud y de espanto, de duda y de ironía.
El progreso de las humanas ciencias, el grado de cultura a que el mundo ha llegado, le han permitido participar, por igual, en esta expectativa.
Ninguno de los grandes hechos que han cambiado la paz de la historia ha sido como el cometa, por todo el mundo contemplado y por todo el mundo temido. Derrumbáronse los imperios, se fueron los dioses, vagaba el cetro del mundo del Asia a la Europa, y en este virgen continente se desarrollaba feliz un imperio que compartía con el viejo mundo la mutua ignorancia.
Hoy no ocurre así; no hay tierra que la planta del hombre civilizado no cruce en su afán de progreso, el cable transmite al mundo entero las pulsaciones de la vida universal y los acontecimientos, por baladíes que sean, despiertan ecos sonoros, a millares de leguas de distancia.
No solo el humano progreso ha influido en este general interés; el egoísmo tiene también su parte; a todos por igual tocaban la acción y el efecto del cometa; la ciencia que lo ha estudiado, que ha descubierto sus reglas y descifrado sus arcanos, al transmitir sus observaciones y el resultado de sus experiencias, llevó a todas las almas una agitación vaga e indefinible, confusa e indescifrable. Es esa agitación la que ha reinado y que ayer flotaba en todos los puntos del planeta.
El temor que el anuncio del cometa Halley tenía que originar ha sido temperado por los astrónomos y los hombres de ciencia con frases vagas unas, rotundas otras, que alejaban toda idea de posible desgracia. Bien hacían los hombres de ciencia en no alarmar a las gentes con un peligro para el que ningún remedio proponían. Pero quien haya leído con espíritu atento, todas las disquisiciones que alrededor del cometa de Halley se han hecho, ha podido ver con claridad que el peligro existía para algunos de ellos, y que, si no ha llegado a convertirse en triste realidad y a nosotros en míseros despojos, se ha debido a otras causas, que explicarán estudios posteriores y que harán adelantar las ciencias astronómicas, que como todas tiene ante sí, todavía, nuevos y sorprendentes problemas que desmienten la osada frase de quien proclamó su bancarrota.
El cometa ha pasado y con él el peligro; ha servido para agitar al mundo, animar a la ciencia y crear vagos y sutiles lazos de confraternidad universal; ante el peligro común nos hemos sentido un poco, muy poco, por cierto, hermanos y nos hemos dirigido miradas de afecto que no han logrado, sin embargo, aplacar nuestros odios, nuestros viejos rencores, más fuertes que la muerte misma.
Y así se habrá dicho el cometa: “¡Para que voy a llevar la desgracia y la ruina a aquellas pobres gentes! Lobos son entre sí, y viven en perpetuo combate y en perpetua zozobra. Bastante tienen con sus luchas mezquinas. No son dignos, por cierto, de que la armonía sideral se turbe por tan pequeña cosa”.
Y el cometa recogiendo los pliegues de su impalpable cauda luminosa, calóse el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese… y no hubo nada.
El cielo se presentó nublado anoche; el público, que recorría las calles y poblaba las azoteas, no tuvo ocasión de ver el cometa, ni su cola, por más que suponemos en honor del representante de Halley que esta fuera luminosa y estuviera adornada de otros atributos celestes. [...]
Los padres de familia se apresuraron a bautizar a sus hijos que no se habían incorporado, todavía, previo óleo y agua, a la comunidad cristiana; no querían, por cierto, que los tiernos infantes morasen en el Limbo, cuando, con poco esfuerzo, podría capacitárseles para vivir eterna vida en una mejor mansión.
Sin embargo, ha reinado una calma absoluta; la gente alegre reía sin embozo del cometa y sin respeto del señor de Halley. No hubo actos de intranquilidad, de los que nos relata el cable, que han hecho reproducir en algunos lugares de España, escenas que recuerdan las que caracterizaron ciertos tiempos de la Edad Media.
La policía tuvo poco que hacer; la gente andaba preocupada con el cometa y en previsión de lo que ocurrir pudiera, guardaba un prudente recato.
La fantasía corrió a sus anchas, toda estrella era el cometa esperado; de momento en momento rompía el denso velo un punto luminoso y se prorrumpía en gritos de entusiasmo; volvía todo a tornarse después triste y opaco. Al fin, el público se cansó de esperar; harto de la importancia que quiera darse el de Halley, todos se retiraron al hogar tranquilo. No faltaría quien soñase con un horrendo cataclismo.
Los únicos que gozaron anoche fueron los hombres de ciencia, y que la gastan en los bancos de las plazas; se despacharon a su gusto, rodeados de algunos amigos que escuchaban atónitos, resolvieron los más intricados problemas de la cosmogonía; tuvieron sus minutos de popularidad y de cátedra científica.
El doctor Villarreal, era, en verdad, el hombre de la noche; estaba en la imaginación de todos que suponían al astrónomo provisto de un telescopio formidable, pues en íntimo contacto con el cometa.
Nosotros no podemos, por nuestra parte, resolver el problema, dejamos, como el público, esa misión a los hombres de ciencia, anotamos y no nos detenemos, por más que algo se nos alcanza del mentir de las estrellas.