El fútbol ofrece tal repertorio de conductas que no hay modo de codificarlas, sobre todo porque muchas de ellas son hipócritas. Arena donde los egocéntricos declaran como hombres humillados y los virtuosos hacen cualquier cosa por engañar al árbitro, el balompié depende de simulaciones, algunas tan naturalistas como la que protagonizó el portero de la selección chilena Roberto Cóndor Rojas, en septiembre de 1989. El teatro era Maracaná, y el motivo de la función, eliminarse para el Mundial de Italia. El número 1 chileno salió al campo con una navaja escondida en uno de sus guantes. Al ver que difícilmente podrían remontar el 0-1 que les había endilgado Careca, aprovechó que una bengala pasó cerca de su portería para desplomarse; sin que nadie lo notara, se cortó la frente con un navajazo. Cuando el árbitro se acercó, el guardameta informó que había sido alcanzado por la bengala. Los chilenos se negaron a reanudar el partido. Aunque estaban condenados a una derrota de 1-0 por abandono, podían revertir el resultado en la mesa de negociaciones si comprobaban que no había condiciones para jugar. Lo más extraño de la historia es que Rojas acabó confesando. Actor al fin, no soportó sobrellevar su embuste sin ser reconocido. La FIFA lo proscribió a perpetuidad del fútbol profesional. En los montajes sobre la hierba, el que engaña una vez debe engañar siempre.
Hace años conocí a un hombre que había muerto 200 veces. Trabajaba de doble en películas de narcos y traileras o en ocasionales westerns filmados en Durango. Era experto en rodar por escaleras, caer de balcones y ser atropellado. Se retiró por un problema en la columna y procuró aliviarlo con analgésicos que le causaron una úlcera, saldo bastante benévolo en su línea de trabajo.
Aquel profesional de la muerte fotogénica podría haber sido futbolista. Ningún otro deporte admite tan alta cuota de histrionismo. De pronto, un delantero vuela por los aires, cae con espectacular pirueta, rueda sobre el pasto, se lleva las manos al rostro y se convulsiona en espera de que el árbitro saque la tarjeta roja o por lo menos la amarilla.
¿Qué ocurre con el atleta en estado de estertor? Es atendido con una esponja húmeda en la frente y buches de agua. En unos segundos se recupera sin otra calamidad que el pelo empapado y la camiseta desfajada. Anfiteatro de la resurrección, el fútbol ofrece seres agonizantes que vuelven a correr. Cuando la patada de veras da en el blanco, el agravado se queda quieto.
El foul simulado pertenece a la costumbre. Como también los árbitros ven televisión, saben quiénes son los más propensos a venirse abajo y a veces no les marcan ni las faltas verdaderas: en esos casos, el silbante amonesta al histrión con el orgullo de quien de quien devela una placa de cien representaciones.
En el béisbol sería impensable que un bateador se tirara al suelo alegando que el pícher lo golpeó con una pelota invisible; en el fútbol americano ningún fullback detiene su carrera para fingir que un defensivo lo ha tratado con "rudeza innecesaria". Sólo el fútbol fomenta las faltas imaginarias. En parte, esto se debe a que sus jueces se equivocan más. El pícaro de guardia puede sacar ventaja del sudoroso hombre de negro que lo vigila a extenuantes 20 metros de distancia.
Un lance de Francia 98 ayuda a comprender el poderío de la pantomima. Diego Simeone, el argentino que fue símbolo de entrega en el Atlético de Madrid y el Inter de Milán, mostró su amor a las candilejas en el partido contra Inglaterra. La justa había despertado tanto interés como si ahí se dirimiera el destino de las Malvinas. El primer tiempo rebasó todas las expectativas de la épica con un peleado 2 a 2 que incluyó un gol de museo del novato Michael Owen. Sin embargo, en el segundo acto David Beckham sufrió un encontronazo con el Cholo Simeone. De panza sobre el césped, Beckham lanzó una patada discreta pero intencionada. Hasta aquí todo entraba en la rijosa lógica del reino animal. Entonces llegó la isabelina venganza de Simeone: el Cholo se desplomó como un ensartado Mercucio. Gracias a este gesto, la merecida tarjeta de amonestación alcanzó el rubor de la expulsión. Un par de años después, con motivo de un Manchester-Inter, que volvió a enfrentar a Beckham y a Simeone, el argentino reconoció su treta. Si un esforzado gladiador como Simeone se disfraza de comediante, ya podemos suponer lo que ocurre con quienes no disponen de otro recurso que el dramatismo. Como aquel doble del cine que sucumbió 200 veces, ciertos futbolistas viven a base de muertes transitorias.