Aunque gordo y encorvado, las espaldas anchas y su metro ochenta de estatura advierten que ese anciano de cabellos enrulados y mirada apacible alguna vez se cuadró bajo los tres palos. Es la presentación de “En tus manos me encomiendo”, doscientas páginas de nostalgia por los solitarios que juegan al fútbol con guantes y ahí está, silencioso, el hombre a quien crecí despreciando sin conocer.
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Se llama Manuel Uribe y es, según la prensa, mis padres y todos quienes vivieron aquella eliminatoria como si su vida estuviera en juego, el culpable de que no fuéramos al Mundial de Alemania. Es el hombre que falló la tarde triste de Montevideo. El golero dudoso que no salió a cazar una bola que parecía fácil. El sustituto forzoso de Ballesteros. El joven de 23 años que vio su carrera morir con esa derrota. Que terminó convirtiéndose en policía. José Carlos Yrigoyen decía que convertirse en un mal recuerdo sea peor que ser olvidado. Ese hombre silencioso a quien odiaba sin conocer era Chicho Uribe. El chivo expiatorio de una de nuestras tantas desgracias futboleras.
Parte de lo maravilloso del fútbol es su irracionalidad. Amamos con desmesura, odiamos sin remedio. Los grises no existen en el mundo de la pelota. O quizás escasean. En un mes, cuando Qatar abra sus puertas al mundo, otros serán los destinatarios de nuestra inquina. Volveremos a recordar a Redmayne, el payaso más aborrecido por estas tierras. No faltará quién maldiga a Valera, aún no perdone a Advíncula y le regale un insulto a Gareca. Volveremos a mirar el Panini a medio llenar con tristeza. Porque va a ser difícil, muy difícil. Aunque lo hicimos por 36 años, aguantar este Mundial sin Perú va a ser difícil.
Como otras veces, habrá que hinchar por Brasil a pesar de Neymar, rogar porque la historia despida con bien a Messi, mirar con envidia a Ecuador -y a Brian Castillo-, intentar vibrar con alguna galopada de Mbappé y las últimas pataletas de Cristiano. Habrá, pues, que desandar todo lo que creímos avanzado y regresar a lo que fue nuestra costumbre por décadas: ser parte de una fiesta a la que no fuimos ni siquiera por la ventana.
Lo haremos mientras en nuestra cabeza se repite el zapatazo catárquico de Carrillo que tanto nos reventó el orgullo. O cómo se nos aguaron los ojos tras el gol de Paolo, final idóneo para una épica mucho más perfecta que ese esperpento llamado “Contigo Capitán”. O el misil de Aquino que casi quiebra el arco de Lloris. O el penal de Cueva, la fiesta en Ekaterimburgo, el “Contigo Perú” cantado hasta casi morir.
Va a ser difícil ver este Mundial sin Perú. Se nos va a estrujar el corazón.