El Milan y Atalanta igualaron en un duelo entre dos de los equipos que mejor regresaron de la para. (Foto: AP)
El Milan y Atalanta igualaron en un duelo entre dos de los equipos que mejor regresaron de la para. (Foto: AP)
/ Antonio Calanni
Ricardo Montoya

¿Cómo se reniega de lo que se es? ¿En qué cabeza cabe modificar los preceptos históricos de un fútbol que es cuatro veces campeón del mundo? ¿Quién tiene el coraje de hacerlo? Todo empezó un 14 de noviembre del 2017. Consumada la tragedia comenzó a abrirse paso la reforma. Destrozado, Gigi Buffon, acababa de quedar fuera del Mundial de Rusia en su último partido con la Nazzionale. Desde 1958, los italianos no faltaban a la cita. Suecia los había despedido y, estoica la leyenda del arco, acusaba el impacto. “Lo siento, ya no por mí, sino por la afición. Hemos fallado en algo que es importante a nivel social”. Ese instante de desencanto fue también de solidaridad. Esa tarde empezó a cambiar el Calcio.

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Ni los gloriosos ‘azzurri’ del 82, ni los del 2006, escuadras muy sólidas ambas, pueden jactarse de vistosas. Eran selecciones de alta gestión táctica: compactas, pragmáticas y efectivas, pero donde los talentos como Conti o Antognoni en España, y Totti y Del Piero en Alemania, supeditaban sus destellos al funcionamiento colectivo. De hecho, en 1978 Italia armonizó un juego más ofensivo que el que desplegaría cuatro años después, cuando levantó la Copa. Quedó cuarta, pero estructuró el porvenir. “Con más cautela y algo de suerte, nos hubiese ido mejor”, reflexionaba Bearzot, pensando ya en el próximo Mundial.

Por su parte, los campeones del 2006 tampoco presionaban la salida rival. Lo suyo, sello histórico de Italia, era la austeridad: cerraban su arco y luego, ya de contra, liquidaban al oponente. Y si llegaba a arreciar el huracán, Buffon siempre podría izar las velas. Lippi no aplicaba el ‘catenaccio’ a ultranza, pero, a veces, era demasiado cauteloso para atacar. Después de aquel éxito llegaron tiempos mortecinos.

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En cuanto a sus equipos, habría que remontarse al 2010 para recordar uno de ellos degustando la gloria europea. El Inter de Mourinho, con Sneijder como lanzador y Eto’o con Milito en la vanguardia, hería a partir de su precisión y velocidad a sus contrincantes. Les obsequiaban la pelota, pero una vez que la tenían ellos hacían daño pasando raudos al ataque. Desde entonces, dos finales con la Juventus significaron dos derrotas merecidas.

Así llegamos a la hecatombe contra los suecos: paradójicamente, la pieza fundacional del nuevo estilo del fútbol italiano. Convencidos de que la vieja fórmula era obsoleta, los clubes del Calcio se embarcaron en la aventura de refundarlo a partir del cuidado del balón. De esa manera, el Atalanta de Gasperini convirtió 74 goles la temporada pasada y lleva 94 en esta. Una monstruosidad. El Sassuolo sin nombres rutilantes se le anima a cualquiera y el romántico Milan ha retrocedido en su deseo de contratar al alemán Ragnik para renovarle a Pioli, el artífice de su resurrección.

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Curiosamente, la Juventus, el actual campeón, es uno de los que menos deslumbra. Trajeron a Sarri, para que trasladara lo que hizo en Nápoles y en Londres a Turín. Pero, aunque lo escolten los números, la Juve sigue siendo vertical. Su posesión es escasa y se rescata por el balón parado y el brillo de sus estrellas. Eso sí, tras el receso ha regresado debilitada. Si persiste en su marasmo, el Lyon no va a perdonarla en la Champions. La eventual consagración nacional puede ser la música que los anime a bailar.

Hubo un tiempo, en los 80, en que el fútbol era un deleite para los ‘tifosi’. Maradona, Zico, Falcao, Gullit, Junior, Van Basten, Rijkaard, Larssen, Briegel, Matthäus, Klinsmann, Passarella, Barbadillo, Uribe, Platini, Laudrup, Baressi, Cerezo, Careca, etc., hacían del Calcio el mejor espectáculo del planeta. En Italia, ahora, mudan ropas para volver al pasado.

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