Mientras recibimos con entusiasmo los resultados de la última Encuesta de Expectativas Macroeconómicas Mensuales del BCRP (efectuada en la segunda quincena de marzo), que reflejó mejores índices de confianza por parte del empresariado peruano e introdujo una sensación de evolución al superar una serie de resultados en rojo, ocurrieron una secuencia de hechos políticos que generaron incertidumbres en el debate público y eclipsaron –para usar la palabra de la semana– los vientos auspiciosos que se perciben en la economía real.
Esta situación es constante en Latinoamérica. Al margen de los gobiernos de turno, los países de la región obtienen sistemáticamente puntuaciones bajas en los índices de percepción sobre transparencia.
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En el caso del Perú, ocupamos el puesto 121 de 180 países analizados en el Índice de Percepción de la Corrupción 2023 de la Agencia Internacional de Transparencia. Sobre una base de 100 puntos (mayor transparencia), el Perú apenas alcanza 30, superando a Venezuela, México, Paraguay y Bolivia, y muy por debajo de Uruguay (73) y Chile (66).
Ante la necesidad de construir confianza, adoptar prácticas sólidas de gobierno corporativo en las instituciones privadas y públicas es la principal vía de inmunización. En el sector privado, eso conlleva establecer estándares éticos claros, la promoción de la transparencia, la presentación de reportes correctos y periódicos, y el fortalecimiento de controles internos.
En el sector público se aplica la misma lógica, comenzando por establecer leyes y regulaciones claras y efectivas que promuevan transparencia, y fortalecer la autonomía de los órganos de fiscalización. Necesitamos líneas jerárquicas independientes y protegidas, complementadas con una estructura de incentivos. Y además es fundamental invertir en educación y campañas de conciencia sobre la importancia de la integridad.
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La existencia de una correlación positiva entre buenas prácticas de gobierno corporativo y niveles más bajos de corrupción está comprobada. En 2020, un estudio del Banco Mundial demostró que los países con mejores prácticas de gobernanza tienen tasas más bajas de corrupción y, en consecuencia, mayor resiliencia.
Asimismo, las empresas que adoptan prácticas sólidas de gobierno que impactan favorablemente en su reputación tienen mejores métricas de valoración y desempeño financiero. Conscientes del desafío que supone resolver el problema de la corrupción en América Latina, las motivaciones para mejorar la gobernanza de la administración pública y el impacto que tales medidas pueden tener en la población y el desarrollo económico son incuestionables. Ya es hora, “the clock is ticking...”