La historia de Lima está ligada desde siempre a ese intermitente río que baña el valle desde tiempos inmemoriales. Las evidencias arqueológicas afirman que hace 4.600 años los pobladores de la costa central ya utilizaban sus aguas para trazar rústicos canales, que con los siglos transformaron el desierto en tierra fértil y cultivable. En las partes altas del cauce se construyeron bocatomas que hicieron discurrir el agua por efectos de la gravedad.
Existían cuatro canales importantes: Ate, Surco, Guatica y Magdalena o Mateo Salado. Ellos fueron el corazón de más de 35 asentamientos prehispánicos y el embrión sobre el que se levantó la Lima hispana fundada por Francisco Pizarro, quien eligió residencia en el mismo lugar que ocupaba el curaca local Taulichusco. Justamente, este era un sitio estratégico porque desde ahí se controlaba la salida del agua.
Entre la Colonia y la República, toda esta red de canales, acequias y caminos se empleó para el funcionamiento de fundos y haciendas, y sobre ella se construyó la metrópoli del siglo XX. Por eso Raúl Porras Barrenechea escribió —en 1959— que Lima más allá de las coordenadas espaciales se identificaba por dos accidentes geográficos: el río y el cerro. Se refería al Rímac y al San Cristóbal, que marcaban —en su opinión— no solo la fisonomía de la capital peruana, sino también su espíritu: “El cerro se yergue al Norte de la ciudad, vigilante y altanero como un hidalgo castellano, ostentando la católica cruz sobre la cima. El río, en cambio, humilde y sinuoso como el alma del indio, es un expoliado que se arrastra repitiendo una queja que habrá de convertir en rugido en alguno de los periódicos desbordes de su cauce”.
Como río costero, el Rímac es estacional. El 90 % de sus aguas depende de las lluvias andinas, y el 10 %, de los glaciares. Por eso permanece casi seco la mayor parte del año y solo se vuelve tormentoso entre diciembre y marzo. Es, en pocas palabras, un río que siempre está en riesgo de perder su caudal. Y peor aún, es uno que en las últimas décadas ha sido olvidado, maltratado y contaminado en extremo. A diferencia de quienes habitaron estas tierras en la antigüedad, parece que nosotros —habitantes del siglo XXI— vivimos de espaldas a la única fuente de agua que tenemos.
¿Qué futuro le espera al milenario río que habla —eso significa su nombre en quechua— y al abastecimiento de agua en nuestra capital?
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Quizá la imagen más idílica de lo que significa el Rímac para Lima se la debemos a los artistas. Juan Mauricio Rugendas retrató la alameda que daba al Rímac en 1843, un óleo costumbrista con gráciles tapadas y caballos que tienen como fondo el majestuoso puente de piedra y los contornos de la iglesia de Santo Domingo y la catedral. El mismo escenario, pero con tintes mucho más solemnes, fue ejecutado por el italiano Fernando Brambila en un hermoso fresco de fines del siglo XVIII. Una imagen que parece completamente surrealista si miramos hoy la ciudad desde el llamado puente Trujillo.
Fernando Flores-Zúñiga, en su libro Haciendas y pueblos de Lima. Historia del valle del Rímac, menciona que para el siglo XVI el río había posibilitado la creación de una red de núcleos agrourbanos a lo largo y ancho del valle. Cuatro siglos después ese valle no existe. Lo hemos reemplazado por una desordenada ciudad, y el mítico río ya no trae peces ni camarones, como en un pasado legendario, sino deshechos que contaminan su caudal.
En su recorrido, el Rímac se encuentra con 17 relaves mineros que vierten toneladas de residuos químicos (arsénico, plomo, cadmio, aluminio) y que oscurecen sus aguas. En ese tránsito va desapareciendo cualquier rastro de vida. Se estima que el 85 % de su biodiversidad se ha perdido, y, si uno quiere ver peces, debe subir hasta la sierra de San Mateo. La ribera del Rímac ha sido usada también como botadero informal lo que ha provocado la reducción de su cauce desde Casapalca hasta Lima, algo que se agrava en épocas de huaicos.
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A fines de marzo de 2017, Lima amaneció con una noticia apocalíptica. No había agua. Los más de 20 huaicos que había soportado la capital llenaron de lodo el caudal del Rímac, y la Atarjea se vio obligada a cerrar su bocatoma. En pocas horas, 27 distritos no contaban con el servicio. Se instalaron más de 100 puntos de distribución, pero muchos limeños, desesperados, agotaron los stocks de botellas de agua de los supermercados.
En medio del sobresalto, nos habíamos dado cuenta de nuestra total dependencia del río. El agua potable que consumimos proviene básicamente del Rímac (80 %) y el resto del Chillón (las aguas del Lurín se utilizan para el cultivo). Los tres son ríos que se deben a las lluvias, un patrón que se altera cada vez más debido al cambio climático. Aunque la cuenca del Rímac es relativamente pequeña, con un caudal histórico de 26,6 m3/s., debe surtir a una población de nueve millones de habitantes.
¿Se quedará Lima sin agua?, le preguntamos al ingeniero agrícola Sebastián Santayana, profesor principal de la Universidad Nacional Agraria. “Nosotros no podemos predecir qué pasará con el río Rímac —responde—, lo que nos compete es analizar su comportamiento a partir de los datos que obtenemos. Si continúa la desaparición de los nevados que lo alimentan y si las precipitaciones siguen variando cada año, el río se verá afectado. Más aún si la demanda de agua será mayor que la oferta en un futuro cercano”.
A pesar de este panorama sombrío, Santayana no cree que la ciudad llegue a quedar desabastecida. “Con el paso del tiempo, se accederá a nuevas fuentes, a nuevos recursos”, dice con cierta esperanza.
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Uno de los mayores problemas de la actualidad es la contaminación del río Rímac. La Autoridad Nacional del Agua (ANA), organismo estatal creado en 2008 para conservar, proteger y aprovechar los recursos hídricos del país, en su más reciente estudio, ha detectado 1.185 fuentes de contaminación, de las cuales 60 son producto de la actividad minera.
“Si se cuidara el río, toda esta inversión millonaria que se hace para descontaminar el agua se podría utilizar para abastecer a las poblaciones que no cuentan con este servicio (aproximadamente un millón y medio de personas)”, afirma Henry Valer, ingeniero de la ANA, quien es coordinador técnico para la implementación del Plan Maestro de Recuperación del Rímac.
Según el funcionario, se han impuesto el reto de formular planes para salvar el río en diez años. ¿Lo lograrán? Valer asegura que esto depende de la voluntad política de las autoridades de turno, pero lo más importante —dice— es el cambio de actitud respecto al uso del agua. “Esta tarea no solo le compete al Estado, sino a todos quienes la utilizamos de manera irresponsable”, advierte.
La Organización Mundial de la Salud recomienda que una persona debiera usar 100 litros de agua diarios. En el Perú, el consumo promedio es de 163 litros, un exceso que resulta paradójico si vemos que en distritos como San Isidro puede llegar a 436 litros, mientras que en algunas zonas de San Juan de Lurigancho apenas es de 26. Otra comparación más: en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, el agua se ha racionado a 25 litros por persona debido a la sequía y el mal manejo del recurso.
En pleno verano limeño, pareciera que el Rímac, con sus aguas tormentosas y marrones, no se secará nunca. Sin embargo, la realidad es que este viejo símbolo y fuente de vida de la capital no es eterno. Volver a pensar en él y recuperar su ecosistema, como en el pasado, puede ser el inicio un futuro distinto.
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