El COVID-19 ha traído otra epidemia: la de los epidemiólogos del teclado. Son los mismos que antes del virus eran capitanes de reserva, constitucionalistas a destajo y profundos conocedores de la seguridad ciudadana. Son quienes decían saber de fútbol más que Guardiola, cocinar mejor que Gastón y ser más ingeniosos que el propio Gabo. Su última especialización es la salud pública. Nada menos.
Apoyados en la ligereza de sus dedos debaten con presunta agudeza sobre las cualidades de las pruebas moleculares, destacan los supuestos beneficios de las gárgaras con agua y sal para contener el virus, y critican a quienes están a favor del aislamiento social porque -lo ha dicho Trump- eso detendrá la economía.
Que no se crea, por favor, que estoy en contra de la discusión y a favor del pensamiento único. Nada de eso. Pero entiendo que para participar en un debate se requieren argumentos, hechos, sustento, lo que en cristiano se llama carnecita. Para ello se lee, se investiga, se acude a fuentes válidas y no solo a quien tiene un pensamiento parecido. De lo contrario es un desperdicio de saliva (sin mascarilla) entre arrogantes sin remedio.
Hoy, según coinciden diversas fuentes, se anunciará la prolongación del período de aislamiento social. El incumplimiento de las medidas restrictivas no habría detenido la curva de contagios y, como ha ocurrido en España, tendremos que seguir en casa un tiempo más.
Muchos siguen sin calibrar la dimensión de lo que estamos viviendo. Ojalá que cuando lo hagan no sea demasiado tarde.