El centenario de los niños góticos
El centenario de los niños góticos
Dante Trujillo

La historia es conocida: cerca de la una de la mañana del domingo 5 de noviembre de 1917, dos automóviles se detienen en la entrada del cementerio Presbítero Maestro de Lima, y descienden cinco tipos sospechosos, una bailarina, su mamá y un violinista. Caminan por las avenidas del camposanto hasta que se instalan frente al mausoleo de Ramón Castilla. Forman un círculo de velas encendidas, y cuando consideran que el ambiente es propicio, indican al violinista que interprete la “Marcha fúnebre” de Chopin, al tiempo que la bailarina –una suizo-italiana llamada Delia Franciscus, más conocida por el nombre artístico de Norka Rouskaya– se desprende del abrigo y, cubierta solo con una malla, comienza a contonearse. La cosa no dura mucho más de un minuto: la música atrae al administrador del cementerio, quien da aviso a las autoridades. Menos el violinista, un tal Cáceres, el grupo terminará detenido lo que dure la investigación. Rouskaya sostendrá que lo suyo fue producto de un alto espíritu artístico y que logró “conmover incluso a los sepultureros”, como las performances de Isadora Duncan en el Père-Lachaise. Será puesta en libertad junto a su madre, y al día siguiente se irá del país. El resto de la pandilla permanecerá algunos días recluido, mientras los salones, las calles, la prensa y hasta el Congreso tratarán de dilucidar si el acto se trató de una profanación o una taradez. “No voy a hablar del momento en que sonó la música de Chopin, en que cesaron los graznidos, en que temblaron asustados los árboles fl acos y genufl exos y en que palpitó una angustia nueva en nuestros corazones. No voy a hablar de las actitudes imploradoras, afligidas, flébiles y sollozantes de Norka Rouskaya. No voy a hablar de la armonía trágica de su blanca túnica, de su cabellera suelta, de sus ojos lóbregos y de su gesto alucinado. No voy a hablar de su llanto ni de su amargura ni de las únicas palabras que pronunció para decirme cuánto nos habíamos acercado a la muerte y al misterio.

No voy a hablar de nuestra salida del Panteón, tan triste, tan callada, tan inefable”, escribirá cinco días después uno de los acusados, pese a su mutismo. Ojo al estilo. Se trataba de un moqueguano de 23 años de apellido Mariátegui, con una notable anquilosis en la pierna izquierda y periodista, para más inri. En su descargo ante las autoridades explicará que él personalmente había pedido permiso al responsable en la Beneficencia Pública. El problema fue de coordinación: al corro de diletantes se les pasó la hora, bebiendo y charlando en el Palais Concert.“¡Maldita sea!” –habría dicho el juez Cebrián, encargado del asunto–. “¡No me dirá que usted es un colónido!”.

—Los auténticos decadentes—

Y lo era. O lo había sido. Y la acción tuvo, por supuesto, el aliento decadentista y artificioso de los suyos. José Carlos Mariátegui participaba de la tertulia de “La prensa”, pero también de la del Palais Concert, una “más bien social y opiática”, según Luis Alberto Sánchez. Fue ahí, en los salones de ese café legendario, entre chupitos de ajenjo y orquestas de violinistas vienesas, donde se gestó entre 1915 y 1916 el grupo literario más rupturista conocido hasta entonces en nuestro país: Colónida, “una secuela de la obra de Colón, un pie en un nuevo mundo: el de la nueva literatura” (otra vez Sánchez). “Fue el primer movimiento subversivo de nuestro país en el siglo XX, el primer llamado contra la retórica de la antigua oligarquía. Propuso una renovación basada en la frescura de la joven creación. Promovió la expresión de la provincia y dioun paso fundacional para la consideración del escritor y el artista como un intelectual con pleno derecho a la libertad del pensamiento y a la originalidad estética”, se lee en el punto uno de un manifi esto fi rmado por los poetas Victoria Guerrero y Roger Santiváñez, quienes organizan “Colónida 100”, un evento que este jueves 14 de julio, en el local del FCE de la calle Esperanza, en Mirafl ores, celebrará el
centenario.

Colónida fue más una eclosión que un grupo literario cohesionado: defendían el modernismo, aun cuando lucían características formales del pre y del posmodernismo. Admiraban a los simbolistas franceses, a Chocano (¿?) y a Eguren por igual, a los impresionistas, a los parnasianistas… en fin, a todo lo que les sonara a vanguardia, a novedad, a Europa. Mariátegui dijo luego que se trató de “una insurrección […] una fuerza negativa, disolvente, beligerante”. Sus miembros, poetas, narradores y periodistas, tenían tanto de dandis como de ‘performers’, provocadores aficionados a los paraísos artificiales y a ‘épater les bourgeois’. Pero no solo practicaban el escándalo: en un pequeño aviso aparecido en “La prensa” el 5 de enero de 1916, anunciaron la aparición de una revista homónima, “quincenal de literatura, arte y ciencias sociales; colaboración de los más notables escritores nacionales e hispanoamericanos”. La periodicidad se mantuvo hasta el segundo número. El tercero salió un mes después, el cuarto dos meses luego del tercero, y ahí se acabó. Solo cuatro ediciones, una influencia enorme, una plataforma para la creación insospechada. Entre sus colaboradores cómplices firmaban Pablo Abril de Vivero (hermano de Xavier), el parisino Alfredo González Prada (hijo de Manuel), el puneño Federico More (hermano de Gonzalo, célebre amante de Anaïs Nin), el arequipeño Percy Gibson (futuro padre
de Doris), Alberto Ulloa Sotomayor (futuro padre de Manuel Ulloa Elías), entre otros, todos varones, acaso misóginos. Meses después cerrarían el año con la antología poética “Las voces múltiples”. Luego de ello, el grupo perdió potencia y poco a poco alguno de sus miembros comenzó su camino por separado, o se afiliaría a otras camarillas, o se iría del país. El impacto en lapequeña Lima, sin embargo, se mantendría
como para que un año después la extravagancia de Mariátegui y compañía se asociara –con toda razón– al movimiento. La mayoría de los colónidos siguió reuniéndose en el Palais Concert, orbitando como planetas o disparados como cometas alrededor de
un único, irrepetible sol. El rey de este movimiento, de esta revista, de esta corte delirante no fue rey sino conde por propia voluntad. Había nacido en
Ica 28 años antes, y moriría en Ayacucho tres después.


—“¿Qué culpa tengo de ser yo?”—
Manuel Miguel de Priego ha demostrado que esa famosa ‘boutade’ adjudicada a Abraham Valdelomar, que empieza diciendo que el Perú es Lima, pasa por elJirón de la Unión y el Palais Concert, y termina afirmando que el país es él mismo, es falsa. Es decir, ni la dijo él ni terminaba así, pero no por ello deja de ser también verdadera. Conde de Lemos, un seudónimo que no escondía nada, apenas un juego de imposturas
nacido de un juego fonético con su propio apellido. Un noble y a la vez un muchacho provinciano que no terminó la universidad (“No me eduqué con libros sino con crepúsculos”); un diputado aficionado al opio que, cuando dejaba el cinismo de lado, le cantaba a la nostalgia y al pasado; alguien que se empolvaba el rostro y que fue nombrado director del diario oficial a los 24 años. Un ególatra melancólico. Pocos creadores como Valdelomar. Pocos humanos, en realidad. Algunos exégetas –como Sánchez en su “Valdelomar” o la “Belle Époque”– han contrapuesto sin real sustento o con miopía al autor su otro gran perfil, aquel que hacía de sí mismo una expresión más de su discurso, a la manera de Baudelaire, Wilde o D’Aurevilly: el dandi, el individuo que unía lo ético con lo estético, que se llenaba de joyas o se disfrazaba precisamente para mostrarse, en una incesante, casi histérica búsqueda de individualidad. Refiriéndonos a su faceta de escritor, su caso siempre ha sido problemáticopara los estudiosos, y esto debido a las exuberantes características mencionadas de los colónidos, y que su faro representaba. En menos de diez años escribió centenares de artículos periodísticos, crónicas, ensayos, críticas, biografías; así como novelas pero, sobre todo, notables cuentos de corte neocriollo, costumbrista, político, fantástico, futurista; y una poesía  posmodernista de alto vuelo lírico: cualquiera que lea “Tristitia” o “El hermano ausente en la mesa de Pascua” notará cierta huella en la posterior obra de Vallejo, otro fan. En una carta publicada por Juan Francisco Valega en 1918, Valdelomar soltó: “¿Pueden darse cuenta, acaso, los que no trabajan, ni luchan, ni sueñan, ni esperan, ni crean, ni siembran, ni aman, ni sufren, ni piensan, lo que significa ha-cer en cuatro o cinco años treinta cuentos maravillosos, doscientas crónicas perfectas, quince o veinte pequeños poemas, cuatro o seis conferencias…fundar una revista de combate y revolucionar en sus tres únicos números [More dirigió el cuarto. N.d.A.]; hacer seis u ocho retratos maravillosos; escribir dos, tres y cuatro artículos diarios en un periódico; colaborar en publicaciones extranjeras; ir una hora diaria, por lo menos, al Palais Concert; y dar, de tarde en tarde, un par de bofetadas; contestar el saludo; hacerse la barba; concederle al sastre dos sesiones semanales y otras tantas al zapatero; dar diario una lección de estética, tomando té en el Palais, a cinco o seis discípulos y admiradores… oír la monótona historia de los admiradores, siempre nuevos y cansados, siempre que os dicen las mismas cosas: ‘es usted inmenso’, ‘es usted poliforme’, ‘es usted desconcertante’, etc.?”. Olvidó mencionar que también hacía unos dibujos
estupendos. En otra carta de junio de ese mismoaño le escribió a Mariátegui: “¡Sigo siendo feliz! ¡Oh, José Carlos, tú lo sabes! ¡Tan feliz! Dios que es amigo personal
mío, me ayuda y protege y el Ángel de la Guarda me tiene una gran estimación”. Diecisiete meses después, en Ayacucho, aparentemente intoxicado cayó seis metros por unas escaleras y se partió la espalda. Convaleció toda una noche y una mañana y a las dos de la tarde del 3 de noviembre de 1919 murió. Luego, Alberto Hidalgo se encargaría
–con su habitual mala entraña– de propalar la leyenda del silo y la asfixia por enmierdamiento. El Conde de Lemos tenía 31 años. Mariátegui falleció en 1930, a los 36. Una noche de junio de 1943, Alfredo González Prada besó a su esposa y luego se arrojó de la terraza de su apartamento, en un piso 22 frente al Central Park. More, Abril de Vivero y Ulloa Sotomayor murieron de viejos, a años luz.

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