El tiempo no pasa en vano, dicen, y más cuando uno se reconoce gritando sin voz en un concierto de hard rock, en medio de un auditorio compuesto en mayoría por hombres serios de mediana edad. Es un espejo fiel en el cual mirarse. A las 8 pm el estadio de San Marcos parecía integrado por ciudadanos responsables y dedicados. Solo que esta vez se habían permitido la licencia de vestirse con polos negros y la misma pinta en general de cuando tenían 15 o 16 años y los casets de Def Leppard y Mötley Crüe circulaban entre las manos más rápido que el escaso dinero. El rock & roll era entonces, y sigue siendo hasta ahora, a pesar de sus achaques y dolores lumbares o de pies, una fenomenal válvula de escape hacia ese lugar desconocido que habita en nosotros y nos hace sentir acompañados, en comunidad y vivos.
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Porque si hubo algo verdaderamente mágico anoche, luego de la presentación de las dos bandas mencionadas en nuestro país, fue precisamente contemplar el poder transportador de la música, una adrenalina que te devolvía de inmediato a tu versión más despreocupada. Ese viaje empezó de la mejor forma, con las vibraciones al tope y ese sello de atractiva decadencia que caracteriza a los californianos Mötley Crüe: el suyo fue un show de luces apabullante (no hay mejor forma de describirlo), con visuales caóticas, bailarinas como sacadas de un night club del Sunset Strip, figuras gigantes en escena y, por supuesto, cuatro músicos veteranos de mil batallas, entregados y con ganas de dar espectáculo, así el recinto no sea el de un estadio completo como en otros países.
El show de Crüe abrió fuegos con “Wild Side”, una declaración de principios. El cuarteto subió a escena, con apoyo del guitarrista John 5 que reemplaza al viejo Mick Mars, y por la siguiente hora media no dio pausa. La fiesta había empezado y con ella el esperado reencuentro con ese viejo rock desvergonzado, incorrecto, travieso y alborotador. Tommy Lee aporreaba sus tambores como si fuera un vándalo. Nikki Sixx se paseaba por el escenario con su bajo, dominando al auditorio con la mirada, como un segundo frontman. A su lado, el cantante Vince Neil, bastante golpeado por los años y la mala alimentación, se las ingeniaba para conectar con el público haciendo corear al estadio en “Shout at The Devil” (con cruces invertidas por todos lados), “Too Fast for Love”, “Live Wire”... un solo puño suyo levantado bastaba para que el auditorio hiciera lo propio.
Por su lado, Sixx se apoderaba del micro y ofrecía disculpas al público por nunca haber pisado nuestro país en más de 40 años de carrera. Se lo veía contento, como había demostrado antes, en las fotos que compartió en su Instagram de su paseo por Lima. Los elogios a sus fans locales sonaban sinceros y no tan populistas como coger la bandera del Perú y agitarla, cosa que hizo pero, vamos, a nadie le importa eso. Era parte del show ante un público conmovido. Los acordes del intro de “Looks That Kill” provocaron una ovación desde las gradas, que allá atrás vivían una fiesta aparte. Vince Neil reconoció el hecho y los saludó con la mano y una sonrisa grande. ¿Realmente la estaban pasando bien o son super profesionales? Capaz era las dos cosas.
Luego de un tramo dedicado a diversos covers incluidos en sus primeros discos, Tommy Lee dejó su batería y se acercó al centro de la pasarela para hacer show. Fue un momento extraño, por decirlo de un modo, y lleno de contraste: primero cargó en brazos a una niña de seis años que estaba presente en la primera fila (la pequeña llevaba audífonos de cancelación de ruido). Se lo veía enternecido. De inmediato la dejó con sus papás y pidió a sus fans femeninas que le enseñen los senos. Y alguna por ahí se animó a complacerlo. Después se puso sensible de nuevo y pidió permiso para tocar el piano que le habían acercado. Era el momento de la balada “Home Sweet Home”, uno de los números más anticipados y que fue coreado por todo el estadio. También era una seña de que el show estaba llegando a su fin.
Mötley Crüe se despidió con cinco bombazos de su discografía que sonaron furiosos: “Dr. Feelgood”, “Same Ol´ Situation”, “Girls Girls Girls”, “Prímal Scream” y “Kickstart my Heart”. El ambiente abajo era una juerga extenuada y ellos se daban cuenta. Así terminaba la parte más divertida de este show doble. Estaba por empezar otra forma de disfrutar y entender el rock, una escuela con más “clase” quizá y mucho más emotiva.
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Una clase de glam rock
Era el turno de los británicos Def Leppard, quienes subieron al escenario con la puntualidad que caracteriza a su país. Desde el saque se comprendía que reportan a una tradición distinta a los Crüe. Surgidos en las épocas del llamado New Wave of British Heavy Metal, los rockeros de Sheffield dieron pronto un vuelco hacia un estilo más refinado y comercial que solo podríamos llamar “pop metal”, en el que fueron reyes indiscutibles en los años ochenta. La prueba máxima es su álbum Hysteria, citado muchas veces como el “Thriller” del hard rock, por la cantidad de singles de éxito que lanzó en aquel inolvidable 1987.
Musicalmente, Def Leppard no corre veloz como Mötley Crüe y es una banda ajena a las veleidades del pogo. No necesitan tocar rápido para convencer, cuando lo suyo ha sido la búsqueda de la melodía precisa, el hook y la inmediatez de los coros a tres voces. Luego de un arranque con un tema nuevo (”Take What You Want”), el estadio estalló en un cántico colectivo con el pegajoso coro de “Let´s Get Rocked”, de su álbum Adrenalyze (1992), que en su año odiábamos y ahora, sorprendidos, notamos que sonaba más que bien. Luego, con las primeras notas de “Animal”, el primer single de su vendedor Hysteria, las gargantas se unieron en el primer gran “singalong” de la noche. No iba a ser el último.
Con esos coros diseñados para estadios, las canciones del quinteto demandan del público una gran participación, aún cuando el rango sea exigente, por decir lo menos. El propio Joe Elliot ya no puede repetir sus épicas vocales pasadas y ahora apela a cantar una octava mas baja, cuando no se ve obligado a hacer una voz de “Mickey Mouse” para tratar de alcanzar las notas que antes le salían tan naturales. Igual, nadie espera que un hombre de 63 años tenga la misma capacidad pulmonar y glotis de uno de 23, y más con una vida de conciertos. La clase, sin embargo, no la ha perdido y el público lo reconoció. Un poco más en forma para el oficio estaba la dupla guitarrera de Phil Collen y Vivian Campbell, que allá arriba hacían juegos escénicos idénticos, algo que nos trajo a la mente a los “Terror Twins”, como le llamaban al tándem que armaba el mismo Collen con el recordado Steve Clarke, el fallecido primer guitarrista de Def Leppard.
La poderosa sección rítmica del grupo también arrancó aplausos. El bajista Rick Savage comandó al grupo desde atrás y soportó el show entero solo con sus cuatro cuerdas y una actitud canchera. Fue el corazón de la noche, junto con la otra estrella de la banda: Rick Allen, el baterista de Def Leppard de un solo brazo. Sea en los momentos más acústicos como en los más enérgicos y poderosos, Allen hizo sentir el contundente ritmo maquinal de su batería hibrida y hasta se dio el lujo de hacer un solo espectacular con su instrumento que se llevó una ovación. No está demás volver a decir que se trata de un baterista con un solo brazo. Ya quisiera Lars Ulrich, de Metallica, mantener el tiempo como lo hace el buen Allen.
Por hora y media la banda desgranó sus mayores hits: “Rocket” (otra coreada salvaje en el estadio), “Rock of Ages”, “Bringing on the heartbreak”, “Foolin” y la archi popular “Pour Some Sugar on Me”, que volvió a desatar un baile en las tribunas. Antes, las luces se pusieron convenientemente en clave baja para la balada “Love Bites”, en sintonía con la atmósfera desgarrada de la canción. Fue un gran momento de la noche, quizá superado con la llegada de “Hysteria”, el momento más emotivo de una noche que ya había tenido grandes picos de emoción. Luego de las presentaciones de rigor, no quedaba más que agregar que el hit “Photograph”, de su disco “Pyromania”, que anunciaba el fin del show. A esas alturas ni Joe Elliot ni el respetable tenían garganta para llegar a la altura impresionante de ese coro. Solo quedaba intentarlo, flaquear, reírse de un mismo, y luego aplaudir a la banda y seguir aplaudiéndola más, luego de ese acorde final, por toda la música, por los amigos que reencontramos, por los niños que alguna vez fuimos y el estruendo de una visita triunfal que quizá demoró demasiado. //
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