Hay muchas formas de abordar la trayectoria de un hombre de fútbol. A través de su constancia, de sus logros, de sus récords, de su temperamento, de su ambición, de su legado. Deschamps sobresale en cualquiera de los ángulos con los que se le quiera evaluar e, incluso medido con el rasero más exigente, consigue ocupar sitiales de privilegio.
Es una de las tres personas que ha ganado la Copa del Mundo tanto como jugador como director técnico, posición que comparte con Franz Beckenbauer y Mario Zagallo. Pero es también una de las 3 únicas personas en la historia, esta vez con el Káiser e Iker Casillas, que se ha hecho con mundial, Eurocopa y Champions League vistiendo el brazalete de capitán. Ahora tiene dos retos más que superar con Francia. El primero es defender el trofeo del 2018, algo que no se consigue desde que Brasil lo hiciera en 1962. El segundo es empatar la marca de Vittorio Pozzo, quien dirigió a la Italia bicampeona de los discutidísimos torneos de 1934 y 1938.
No es una labor sencilla, pero Deschamps tiene armas a su favor. La principal es que se trata de uno de los dos planteles con más abundancia de talento (el otro es Brasil, ya eliminado), al punto que las lesiones y ausencias no lo empobrecen significativamente. La otra gran herramienta es que cuenta con uno de los dos cracks excluyentes de esta copa (Mbappé, junto con Messi). Pero gestionar la riqueza, además de la diversidad, puede ser muy complicado para los galos. Lemerre lo demostró en el 2002, y de una manera absolutamente bochornosa, Domenech en Sudáfrica 2010.
Deschamps parece hecho con otra madera. La gestión humana la ha llevado con solidez, a pesar de que problemas no han faltado: prescindió de Benzema en el 2018 en pos de cohesionar al grupo y ha sorteado bastante bien los problemas alrededor de Pogba (presuntamente extorsionado por su hermano) y Mbappé, cuyo ego es demandante. Francia, a pesar de las ausencias, no parece un equipo a punto de descalabrarse, sino un conjunto que se nutre de las dificultades. El protagonismo de Tchoumeni y Rabiot ha sido inesperado, como lo es el nuevo aire de Dembélé, bastante más energético con Les Bleus que con el Barza. Las figuras tutelares de Lloris y Giroud, cada uno en un extremo del campo, proveen veteranía y seguridad a un esquema en el que bulle Griezmann.
Y éste, quizás, es el gran acierto táctico del entrenador. El dibujo previo lo sitúa como segundo delantero, por detrás del 9 de área, pero en realidad Griezmann funciona con pragmática libertad: inicia la presión alta cuando es requerida, funciona como un volante box-to-box a lo largo del encuentro, distribuye a los extremos como un mediocentro creativo, a la manera de Pirlo, y además pisa el área para finalizar los ataques. Lo notable es que esta versatilidad no ha mellado su función ofensiva: hasta octavos de final fue quien más chances creó (por encima de Messi) y quien más centros tiró, el último de los cuales les ha dado la clasificación a semifinales. No será ya el delantero goleador que supo ser en la Real Sociedad y el Atlético de Madrid, pero está al servicio de una causa mayor, el equipo.
Esa es la gran virtud de Deschamps: supo transmitir su carácter y su capacidad de sacrificio a un conjunto de estrellas, todos millonarios y celebridades, a quienes las victorias en clubes y selección podrían haber aplacado ya la sed de gloria. Como se ha podido ver contra Inglaterra, no ha sido así. Él quiere más. Ellos quieren más.
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