No pensé que volvería a vivir bajo toque de queda. Y no pensé que mis hijos lo harían.
Pero aquí estamos, hace ya siete días, unos más entre millones de personas en Chile que cada tarde esperamos que el Ejército nos diga a qué hora debemos desaparecer de las calles y encerrarnos en casa hasta la madrugada.
Como otros periodistas, tengo un salvoconducto con el que puedo circular si el toque me pilla trabajando. Y estos días, casi siempre estamos trabajando. Como conductora en una radio de noticias chilena que hizo historia informando en años sin democracia, no hay duda respecto a cuál es nuestro rol: transmitir, informar, acompañar.
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También los medios enfrentamos una demanda por cubrir en forma imparcial el movimiento. Las manifestaciones llegaron una mañana hasta nuestra puerta. Me ofrecí de voluntaria a conversar y junto a otra conductora entrevistamos a dos de ellos, dirigentes vecinales.
Sentados en una mesa, mirándonos a los ojos, nos pidieron lo que echaban de menos en la prensa: “democratizar, también los micrófonos”.
Tensiones acumuladas
Este no es el primer toque de queda en Chile en democracia. El 2010, tras el terremoto y el tsunami se decretó toque de queda en Concepción. Se necesitó un sismo 8.8, uno de los más fuertes registrados en la historia, para reponer una restricción que en Chile nos remite, inevitablemente, a los años del régimen militar.
En un país telúrico como el nuestro, todos sabemos que los terremotos no se pueden predecir. Pero todos sabemos también que, inevitablemente, van a ocurrir. En el país conocíamos bien las tensiones sociales y políticas que se acumulaban hace tiempo; no sabíamos que la fricción ya se volvía insostenible.
Cubro a diario las noticias, y recuerdo lo que reportábamos los últimos días antes del viernes 19 de octubre: el alto precio de los medicamentos, el bajo monto de las pensiones -el caso de una profesora que caía de la clase media a la indigencia al momento de jubilar-; la “bala loca” que en una de las comunas más pobres había alcanzado a un bebé de unos meses.
Hablábamos del clasismo en la cobertura y persecución de la delincuencia, del mal uso de recursos entre parlamentarios, del desprestigio político cada vez mayor. De las largas jornadas de trabajo y las bajas remuneraciones; del aumento del desempleo, de las amenazas que ensombrecían las expectativas económicas en medio de la guerra comercial mundial.
Las respuestas a los problemas eran distintas, pero los diagnósticos eran más o menos compartidos.
Antes de las protestas y de las marchas masivas, antes de la furia que consumió las estaciones del metro, antes de los saqueos y los incendios, antes del obstinado marchar bajo los carteles de “Chile despertó”, sabíamos que vivíamos en un país más moderno y más rico que el de nuestros padres, madres y abuelos, pero también de su profunda desigualdad.
Hoy, bajo estado de emergencia, los militares patrullan las calles. Circulan decenas de denuncias, videos, fotos de heridos con perdigones, vecinos atemorizados a poco metros de un saqueo. No es fácil distinguir qué es cierto y qué no es verdad, pero en las redes sociales, las mismas donde circulan los rumores y las “fake news”, la gente se aconseja, reflexiona y comparte también información de valor.
Seguimos día a día las cifras de detenciones, lesiones, y los recursos judiciales del Instituto de Derechos Humanos. Volvemos a escuchar las frases del régimen de Pinochet: recursos de amparo, desabastecimiento, deslegitimidad.
Nueva rutina
Estos días, también las situaciones más inusuales se vuelven parte de lo cotidiano.
En la mañana, esquivo restos de barricadas, circulo entre las personas agolpadas en los paraderos de buses y quienes se lanzan derechamente a caminar.
Al mediodía, ya empiezan a reunirse las primeras marchas y manifestaciones: jóvenes, familias reunidos en distintas esquinas del país: la más vistosa, Plaza Italia en Santiago, el punto donde se dividen los sectores más ricos del resto de la ciudad. Los manifestantes llevan banderas, sartenes, carteles indignados, ingeniosos, futuros memes.
En otros lugares, pequeños comerciantes cuidan sus locales. Algunos aseguran que se defenderán solos. Hay rabia. Hay desconfianza. Hay sensación de abandono. Cualquiera puede ser considerado una amenaza. Y todos respirando el aire enrarecido de las lacrimógenas con las que Carabineros intentan retomar el control.
Por varios días, la tarde ha sido el momento en que comienzan los incendios en supermercados y galpones. En algunos se saquean los últimos restos. En otros, ya no queda qué saquear. A la espera de conocer la hora del toque de queda, la Alameda, la avenida que cruza la capital, se convierte en campo de batalla entre uniformados y violentos. Los manifestantes pacíficos se repliegan. Algunos tratan, sin éxito, de calmar la situación.
Las marchas se alargan hasta el borde del toque de queda, con bailes, cánticos, coreografías. Pero después de esa hora, en varios puntos, se renueva el temor.
No nos acostumbramos, pero ya nada parece imposible: los pasajeros de un hotel céntrico salen corriendo con sus coloridas maletas poco antes de que saqueen el hotel. En otra zona, estrellan un bus contra una tienda para entrar a robar.
Las personas denuncian golpes, gritos, pateaduras. En una plaza, militares y manifestantes juegan con una gran pelota gris. En otra, las personas se guarecen tras un kiosko mientras uniformados y encapuchados cruzan piedrazos y perdigones.
Todo esto desaparece cuando entro en alguna de las vías concesionadas que cruzan la ciudad.
Un túnel pagado te traslada a los sectores más acomodados de la ciudad. Los niños juegan, alguien pasa trotando, otro cruza raudo en un scooter. Aunque a todos nos ha cambiado la vida estos días, en algunos lugares ha cambiado poco y en otros, mucho más.
De noche, en algunos barrios nos vamos a dormir bajo el zumbido de los helicópteros; en otros, entre el ruido de los disparos, salvas, balines, perdigones, balas como la que mató a un manifestante en la ruta 5, la larga vía que recorre el país de norte a sur.
Nos saludamos: ¿todo bien? Nos despedimos: "cuídate".
No hay colegio estos días. Es un momento para hablar con los hijos de las dificultades que enfrentamos, pero también de rescatarlos de la incesante cobertura en vivo de la situación.
Recuerdo la entrevista que hice al profesor Steve Levitsky, en BBC Mundo, sobre cómo hoy, en muchos países, las democracias mueren, no de golpe, sino de a poco.
En el mejor de los casos, pienso, las democracias no mueren y las sociedades que las sostienen se pueden reparar: fracturadas, transformarse y volver a echarse a andar esta vez, al menos tratando de no dejar a nadie atrás. Es lo que espero para mi país.
Escrito por: Paula Molina