Como todos los que pasamos de 40 años, recuerdo bien la crítica situación que vivíamos en el Perú durante la década de 1980 cuando las organizaciones terroristas nos atacaban sin tregua y con insania. El país no estaba preparado para enfrentar aquella agresión sin precedentes, como no lo hubiese estado cualquier otra nación en circunstancias similares.
Desde que la Marina de Guerra del Perú recibió la orden de intervenir en la lucha que se dio en el departamento de Ayacucho, su compromiso no escatimó esfuerzos humanos o logísticos. De ahí que Sendero Luminoso afinara su puntería contra la Marina, utilizando el asesinato selectivo e intentando así minar su moral y voluntad de lucha.
El año 1986 fue particularmente duro para la institución naval porque sufrió la muerte de muchos de sus integrantes a manos del enemigo terrorista. La Marina fue blanco de una vorágine de ataques que, en algunos casos, cumplieron su cometido, mientras que otros llegaron a ser neutralizados a tiempo.
De los primeros, el 14 de marzo de ese año, el joven capitán de corbeta Jorge Alzamora Bustamante fue asesinado frente a su familia. Dos meses más tarde fue atacado a unas cuadras de su domicilio el contralmirante Carlos Ponce Canessa, distinguido oficial que cumplía funciones en el Estado Mayor General de la Marina. El contralmirante no solo fue baleado, sino que los asesinos volaron el auto que conducía.
Semanas después, el 18 de junio, terroristas encarcelados se amotinaron en varias prisiones de Lima, entre ellas, El Frontón. En ese penal, el Gobierno dispuso la intervención de la Marina en apoyo de la Guardia Republicana.
La misión asignada era restablecer el orden y rescatar con vida a los rehenes. Pese a las reiteradas invocaciones para que desistieran de su actitud y así acabar pacíficamente el motín, los terroristas, guiados por el fanatismo, decidieron usar la violencia hasta las últimas consecuencias.
Dispuesta la intervención de la Marina, se daría un combate en el que los terroristas, atrincherados en el llamado Pabellón Azul y muy bien equipados, tenían una posición ventajosa. Allí perdieron la vida heroicos miembros de la Armada.
En la que sería la primera operación exitosa de rescate de rehenes durante los años de lucha contra el terrorismo, hubo una veintena de heridos entre marinos y republicanos. Entre ellos, un capitán de corbeta que fue rescatado en medio del fuego enemigo con una bala en el estómago.
El 14 de octubre Gerónimo Cafferata Marazzi, vicealmirante en retiro y ex comandante general de la Marina fue acribillado mientras se dirigía a su Oficina en el Banco Industrial, falleciendo días después.
Fueron días terribles y confusos. A muchos jóvenes les sonará a película de cine, pero fue real y pasó aquí. No debemos olvidarlo nunca, para que jamás se vuelva a repetir.
En la Marina se tuvo que tomar medidas extremas para garantizar la vida del personal. Nadie podía salir con uniforme a la calle. Todos estaban en riesgo de ser atacados por sorpresa, ya que la estrategia enemiga consistía en desmoralizar los diferentes niveles jerárquicos.
Las amenazas anónimas se convirtieron en parte de la rutina. Entonces se diseñó un esquema de seguridad que partía de hacer una analogía entre el accionar clandestino del terrorista en el espacio urbano y la sorpresa y el sigilo con el que ataca un submarino.
Han transcurrido 31 años de aquel aciago 1986 que puso a prueba a la Marina de Guerra en su lucha por la conservación de la patria. También por mantener los valores que los terroristas pretendían eliminar y reemplazar por un nuevo orden totalitario y criminal que en su patético delirio esquizofrénico pretendían llamar “la nueva democracia”.
La Marina de Guerra del Perú cumplió con su deber y no hubo lugar al amedrentamiento por los ataques aleves de aquellos criminales. La institución naval enfrentó esa situación con valor junto al Ejército Peruano, la Fuerza Aérea del Perú, la Policía Nacional y la sociedad toda que supo reponerse y encarar al terror hasta vencerlo.