(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

¿Sobre qué base interpretamos los hechos que narramos los historiadores? ¿De acuerdo a lo que se propusieron alcanzar los hombres de las épocas que estudiamos? ¿Siguiendo un patrón personal de elementos de virtud o justicia? ¿Nos guiamos, acaso, por un marco comparativo universal, determinado por los logros de las sociedades más exitosas o “avanzadas”? O tal vez alguno piense que no es nuestra tarea interpretar los hechos, sino solo dar cuenta de ellos con objetividad y pretendida inocencia.

Hace 200 años nació en Alemania (cuando todavía este país no existía como un Estado nacional, pero sí como un territorio unido por un idioma y unas costumbres comunes) , un filósofo y economista a quien le tocó vivir en una época optimista en que los hombres consideraban que todo cuanto acontecía en el mundo podía llegar a ser entendido “científicamente”. Esto significaba determinar los fenómenos que lo causaban, así como los que de ellos se derivaban.

La promesa de alcanzar este grado de conocimiento era enorme, puesto que abría las puertas a una etapa en la que sería posible intervenir en el mundo, evitando o minimizando las cosas malas y propiciando, en cambio, las que aumentaban el bienestar de la gente. Lo que los físicos y biólogos estaban consiguiendo en el campo de la naturaleza, los sociólogos y economistas podrían conquistarlo en el ámbito social y de la producción. Sería el fin de la pobreza, la guerra y, quizás, la corrupción. Tal era el premio si los hombres conseguíamos descubrir “las leyes” que determinaban nuestra conducta social y nuestros hábitos económicos.

Marx se propuso algo todavía más ambicioso: establecer cuáles eran las leyes de la historia. Vale decir, qué determinaba los cambios a lo largo del tiempo de las estructuras económicas, políticas y sociales bajo las que vivía la gente. No lo pensaba para un solo país, como podía ser el suyo, sino para toda la humanidad: qué determinaba, en suma, la evolución y el destino de los pueblos del mundo. Tremenda pretensión hoy nos deslumbra, o nos mueve a una sonrisa, pero la idea no ha dejado de inquietarnos: ¿es posible observar regularidades en la marcha de las sociedades a través del tiempo, a partir de las cuales pueda configurarse una teoría del cambio histórico?

En contraste con las posturas calificadas de “idealistas”, por pretender que la historia de la humanidad era movida por impulsos intelectuales como la búsqueda de la justicia, la libertad o la perfección religiosa, Marx defendió la primacía de los intereses materiales: la forma como los hombres organizaban la satisfacción de sus necesidades básicas (aquellas que garantizaban su subsistencia) definía las instituciones sociales y políticas y la propia conciencia social que los caracterizaría, aunque a ellos les acomodara pensar que la secuencia era la inversa. La sociedad quedaba organizada en “modos de producción”, cuya base era la interacción entre los recursos naturales, la tecnología, los capitales y la mano de obra disponible (las “fuerzas productivas”) y el tipo de contrato u organización que los hombres acordaban para la producción (las “relaciones sociales de producción”).

Los modos de producción se iban consumiendo a medida que las relaciones de producción dejaban de colaborar con el desarrollo de las fuerzas productivas y pasaban, al contrario, a obstaculizarlo. Por ejemplo, era imposible implantar en el campo tecnologías agrarias modernas (ganado de raza, pastos mejorados, abonos sintéticos, riego tecnificado, etc.) si los trabajadores seguían siendo siervos tradicionales que mantenían el derecho a tener sus propios animales y cultivos dentro de los latifundios, como en el modo de producción “feudal”. Cuando llegaba el momento en que la relación social de producción había pasado a ser una traba para el despliegue de las nuevas fuerzas productivas, se abría una coyuntura revolucionaria, en la que, guerra civil o violencia social mediante, se derrumbaba el viejo modo de producción, con todo su aparato jurídico, social y político, y se erigía uno nuevo, llamado a durar varios siglos.

Contar con un esquema teórico, en un momento en que su carencia implicaba ser ignominiosamente expulsado del campo de las ciencias, fue para los historiadores del siglo XX lo que un salvavidas para un náufrago. No debe sorprender que los esquemas marxistas se convirtiesen en el manantial de ideas en que los científicos sociales de diversas partes del mundo, pero sobre todo aquellos que teníamos que bregar con análisis más complejos y vastos en el tiempo y el espacio, abrevamos, sedientos de un armazón que permitiera poner de pie nuestros relatos y dar cariz científico a nuestras digresiones. No siempre era tarea fácil, porque las realidades del mundo probaron pronto ser más diversas que los modos de producción que Marx había diseñado en su línea evolutiva de la historia universal. Ahí está la conmovedora escena de José Carlos Mariátegui, tratando en 1928 de hacer encajar la historia peruana de incas, encomenderos y empresas norteamericanas bajo la secuencia de comunismo primitivo-esclavismo-feudalismo-capitalismo de Marx. En justicia, hay que decir, sin embargo, que este nunca consideró su esquema un paquete cerrado y fueron sus epígonos posteriores en la Unión Soviética y la China quienes pretendieron hacer de su modelo un dogma irrevisable.

Algunos puntos del modelo de Marx mostraron falencias cuando fueron contrastados por la investigación histórica. Por ejemplo, su concepción limitada del Estado como un comité ejecutivo de la clase dominante, su comprensión de la lucha pero no de la cooperación de las clases sociales, o la falta de una explicación de la dinámica de las fuerzas productivas (¿qué hace que la tecnología progrese más, o menos, o que se descubran más rápidamente nuevos recursos naturales, o aumente la población?). Pero el acento que puso su interpretación en las condiciones materiales para explicar las instituciones sociales y la conciencia política, así como la correspondencia que se establece de ordinario entre el cambio técnico y las formas empresariales y laborales (lo que él llamó “relaciones sociales de producción”), han resistido airosamente el paso del tiempo.

A dos siglos de su nacimiento, es claro que su éxito en atraer seguidores solo ha sido comparable con el de los grandes líderes religiosos del mundo. Para quien sostenía que la religión era nada más que el opio del pueblo, esto ha sido, sin duda, un enorme logro.