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La soberbia de la certeza
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Vivimos rodeados de certezas blindadas. El votante considera que su candidato es el único honesto. El creyente piensa que su fe es la única verdadera. El lector confía solo en los medios que refuerzan su opinión. Todos, alguna vez, hemos caído en ello.
Detrás de esas convicciones no solo hay datos o argumentos, sino un trasfondo más profundo: nuestras creencias epistemológicas. Es decir, las ideas –muchas veces implícitas– sobre qué es el conocimiento, cómo se justifica y por qué algo nos parece cierto. Son los lentes con los que miramos el mundo y que casi nunca nos quitamos para examinarlos.
El pensamiento crítico es, en esencia, la capacidad de poner en duda nuestras propias certezas: leer un dato y preguntarnos de dónde viene, escuchar un argumento y verificar si se sostiene, revisar una creencia y ver si aún resiste la evidencia. No se trata de desconfiar de todo, sino de admitir que podemos equivocarnos y que siempre hay algo más que aprender. En estos tiempos en que las opiniones circulan más rápido que los hechos, este hábito no es un lujo académico, sino una necesidad democrática.
Se afirma que la protesta ciudadana ahuyenta la inversión extranjera. Sin embargo, lo que generalmente la contrae es la inseguridad jurídica, las reglas que cambian de un día para otro y las reformas hechas a la medida de grupos de poder –síntomas de captura del Estado–; también la inseguridad ciudadana y factores externos como aranceles y precios de materias primas. Por supuesto, no nos referimos a escenarios de insurgencia ni a protestas generalizadas que pongan en riesgo el Estado de derecho.
La historia carga múltiples ejemplos: desde quienes defendieron que la Tierra era el centro del universo, hasta quienes justificaron con “evidencia científica” el racismo o la exclusión de las mujeres. Hoy creemos haber superado esos errores, pero seguimos atrapados en burbujas ideológicas, alimentadas por algoritmos que refuerzan nuestras certezas en vez de desafiarlas.
Como advirtió Noelle-Neumann, el miedo al aislamiento puede silenciar incluso las ideas más lúcidas, y Habermas sostuvo que sin una epistemología crítica y plural no hay diálogo democrático posible.
En este contexto, la frase de Sócrates –“solo sé que no sé nada”– sigue siendo profundamente subversiva. No es ignorancia; es humildad intelectual, que en tiempos de certezas agresivas también es una forma de resistencia.

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