La Iglesia Católica siempre enfrentó serios problemas y acusaciones. Bajo la impronta de la reforma gregoriana del siglo XI que impuso la condición absolutista del pontífice y el celibato de los sacerdotes, principalmente, las sobrevinientes transformaron algo del credo, ciertos aspectos de los ritos y estructuras.
El mensaje también cambió con las encíclicas papales que condenaron la riqueza lujuriosa y la pobreza humillante, recogiendo el pensamiento liberal y socialista, principalmente.
Joseph Ratzinger nació en 1927 en Baviera. Pasó con sus dos hermanos una infancia feliz en Alemania, muy cerca de donde se respira el espíritu de Mozart, Salzburgo.
Fue enrolado en el servicio civil de la fuerza aérea nazi y estudió filosofía y teología en la Escuela Superior de Filosofía y Teología de Freising y en la universidad de Múnich, consagrándose sacerdote en 1951.
Como profesor de Teología Dogmática y Fundamental en Freising, en Bona y en Tubinga en los 60, predicaba que la ‘veritas’ extraída de las sagradas escrituras nos hace libres. Entonces ya percibía el crecimiento del evangelismo y de otros credos en detrimento de la feligresía católica.
Ratzinger nunca deseó cargos dada su condición de consumado teólogo, entonces único sobreviviente con Hans Küng del Concilio Vaticano II, docta asamblea sorpresivamente convocada en 1958 por Juan XXIII, quien garantizaba, por su avanzada edad, un breve papado y tregua a conservadores y reformistas.
En 1977 el aristócrata Giovanni Montini, Paulo VI, lo designó arzobispo de Múnich y Frisinga, y este adoptó el lema “cooperadores de la ‘veritas’”, manteniéndolo una vez creado cardenal.
El cardenal Ratzinger no dejó su vocación espiritual; produjo sendas obras teológicas y polemizó luengos años con el liberal Habermas respecto a la compatibilidad de la fe con la razón, viejo reto al discernimiento que llegó con el Renacimiento y sobre el que ambos pensadores terminan resolviendo, por distintas razones, afirmativamente.
Corrían los años de la sísmica obra “¿Existe Dios?” del teólogo católico suizo Hans Küng y que se inicia nada menos que abordando la certeza matemática como ideal y que transcurre formulando innumerables interrogantes existenciales.
Ungido Papa, Ratzinger nos ofreció tres profundas encíclicas; cargó la cruz del Gólgota hasta que impuso, báculo en mano como “pastor universal de las almas”, la verdad.
Pleno de humildad, grandeza, dignidad y trascendencia abdicó a su breve pontificado –en latín y frente a pocos cardenales y colaboradores–, declarándose carente de fuerzas para purificar el templo de sus oscuras finanzas, combatir la lucha de purpurados por el poder, la pedofilia de la sotana y bajo el impacto del robo de su correspondencia personal por un cercano colaborador, hechos gravísimos recogidos en un informe secreto de tres cardenales no electores.
Con su decisión germana, Benedicto XVI infringió un cataclismo en la basílica de San Pedro, removiendo cimientos y catacumbas y cuyas diez capillas subterráneas no callan los gemidos de las almas heridas para que otros no vivan los mismos calvarios y crímenes que no podrán jamás ser compensados por ingentes que sean las sumas ofrecidas o pagadas.
En la herencia del papa emérito, dignidad que reestrenó, también se destacan la supresión del limbo, el retorno del latín a la misa, la incorporación de sacerdotes anglicanos casados y la promoción del ecumenismo entre las tres religiones abrahámicas y otras manifestaciones religiosas.
Habiéndonos pedido perdón en su testamento personal recién conocido, deseó vivir sus últimos años conversando con su alma y ella con Dios, arropándose en su inquebrantable fe.
Aspiró a un entierro sencillo y lo vemos que yace con la mitra episcopal, desprovisto del palio y de su anillo; porque se alejó del poder pontificio, ofreciéndonos un inconmensurable ejemplo de valentía como vicario de Cristo.
Custodiado por canónigos penitenciarios, las sencillas pompas fúnebres presididas por un Papa también constituyen un hecho histórico. No obstante, pocos cataron la sabiduría humilde de quien, siempre tímido, no despertó el calor de las masas; un acucioso estudio de su obra y papado, sin embargo, le hará justicia, revelándonos la magnitud y grandeza de su ya universal legado.