
Habituada a noticias veraniegas sobre huaicos, desbordes de ríos y lluvias extremas, la costa peruana recibió la presente estación calurosa con golpes propinados por los denominados maretazos, violentas batientes de mar que no suelen concitar tanta atención mediática como los primeros mencionados, quizás porque su potencial destructivo se manifiesta de forma focalizada y moderada. Al menos hasta hace poco.
En esta ocasión dicho oleaje anómalo mostró una mayor extensión e impacto, en consonancia con la dinámica de otros fenómenos climáticos que se han hecho más frecuentes e intensos, como son las sequías, los incendios forestales y, de alguna forma, los episodios de El Niño. Así, hemos tenido playas, malecones y embarcaderos afectados, cierre de puertos, pero también negocios y actividades turísticas perjudicadas que prácticamente perdieron ingresos y clientela en el contexto del año nuevo 2025: la triste imagen de un pescador en Máncora, llorando al lado de su destruida lancha, resume el golpe destructivo que las marejadas perpetraron en diversas caletas de Piura, donde se ha estimado más de 2.300 hombres de mar damnificados, sin contar los daños en la infraestructura.
El litoral frente al Mar de Grau no es ajeno a estas crecidas en la medida que responden a las variaciones propias de las condiciones climáticas del Océano Pacífico. En ese sentido no se está ante un evento impredecible y esporádico, pues las agencias estatales que hacen seguimiento del clima y las autoridades portuarias ya los tienen mapeados. En el caso bajo análisis, la autoridad marítima nacional emitió las alertas correspondientes pero, como suele pasar con los comunicados frente a posibles desastres, los actores en riesgo no adoptaron las respectivas medidas de prevención. O sea, otro desastre que pudo anticiparse.
Pero, ¿qué se podría hacer ante un maretazo súbito, de tardía detección? Como dice Juan Carlos Riveros, director científico de Oceana, lamentablemente no contamos con un sistema de alerta conectado a medidas de respuesta rápida, lo que agrava el grado de exposición de muelles, embarcaderos y caletas, donde muchos pescadores artesanales fondean sus lanchas. Más allá del valioso saber acumulado por los hombres de mar, no siempre se conocen cuáles son los puntos alternativos en donde sus botes puedan guarecerse de turbulentos y potentes oleajes.
De acuerdo con la tendencia observada en los fenómenos relacionados con el cambio climático, hay razones para pensar que lo acontecido en determinados puntos del litoral peruano desde fines del 2024 se repetirá. Es probable que se hagan más frecuentes, si no intensos, por lo que se necesita ampliar y afinar los sistemas de información y prevención. También convencer a nuestras comunidades costeras de que lo “anómalo” de estos oleajes tal vez deje de serlo, para convertirse en eventos cotidianos con los que van a tener que convivir.
Mientras todo esto ocurre en las costas del país, el otro escenario donde la palabra prevención se mantiene como un exceso semántico se sitúa kilómetros tierra adentro, esto es, en las quebradas y riberas de ríos, puntos críticos de una historia asaz conocida sobre huaicos e inundaciones en la que alcaldes, autoridades gubernamentales y población afectada repiten los avatares de este clásico veraniego.
Algunos evadirán sus responsabilidades culpando a las lluvias, como se ha hecho con el colapso del puente de Chancay. Otros, muy presurosos, dirán que lo advirtieron con anticipación. Pero lo real es que ni los maretazos ni los huaicos constituyen sorpresas de la naturaleza, como tampoco lo es nuestra también clásica deficiencia para gestionarlos y superarlos. Ni la lodosa agua dulce que arrasa desde arriba ni el agua salada que golpea desde abajo deberían seguir poniendo en jaque a un país que los conoce al revés y al derecho.