
Hace unas semanas, mientras revisaba algunos documentos para escribir sobre la pandemia, me topé con un pasaje particularmente inquietante del libro de Carmen Yon y Daniel Rojas, “Voces desde la primera línea” (2024). Al recoger los testimonios del personal de salud de Iquitos, que al inicio de la emergencia sanitaria llegó a ser una de las ciudades más azotadas por el COVID-19 no en el Perú, sino en América Latina, los autores encontraron que uno de los motivos que contribuyó a que el virus se multiplicara en la región selvática fue la renuencia de los familiares de los pacientes a dejarlos en manos de los especialistas. Incluso cuando eran internados en las carpas que se improvisaron en los exteriores de los hospitales, los locales se negaban a apartarse de sus seres queridos y, más bien, asumían ellos mismos las tareas de cuidados, algo a lo que muchos médicos consienten en varias partes del Perú por la escasez de personal. Como es lógico, esta situación solo ayudó a esparcir el coronavirus aún más rápido de lo que ya lo hacía.
Pero esta presunta desconfianza de los iquiteños en el personal sanitario no parece un capricho. Años de deficiencias y pésima atención en el sistema de salud han contribuido a crear la sensación entre muchos peruanos de que los hospitales son lugares a los que “uno va a morir y no a recuperarse”. Esta situación ha creado además un círculo vicioso que se retroalimenta de manera constante: como no se confía en la capacidad de los hospitales, los pacientes solo acuden a estos cuando su estado ya es grave y, cuando mueren, su deceso solo reafirma el prejuicio. La investigación de Yon y Rojas pone el foco en Iquitos, pero me atrevo a decir que la misma escena se reprodujo en todo el país.
En agosto del 2024, Ipsos realizó una encuesta en 31 países y encontró que el Perú ocupa el vigésimo noveno lugar entre quienes consideran que la atención médica que reciben es “buena” o “muy buena”, por debajo de países como México, Colombia, Turquía e India. Mientras que nos ubicamos en el penúltimo puesto en lo que respecta a la confianza en que el sistema de salud nos proporcionará el mejor tratamiento disponible (solo por encima de Hungría).
Toda esta reflexión viene a cuento por lo ocurrido con la empresa Medifarma. Los detalles del caso son bastante conocidos, pero aun así vale la pena recordarlos. En diciembre del año pasado, la mencionada compañía produjo un lote de sueros que contenían una amenaza para la salud: algunas unidades registraban niveles mortalmente altos de sodio, presuntamente debido a que la sal no llegó a disolverse adecuadamente en el agua. Este cargamento (de más de 15.000 unidades) fue distribuido en Cusco, Trujillo y Lima, en los tres primeros meses del año. Desde entonces, al menos cinco personas que recibieron el suero fallecieron, otras se encuentran graves, el laboratorio de Medifarma ha sido cerrado, dos directores de la Digemid han perdido el puesto, el Minsa ha denunciado a la Clínica Sanna –en cuyas sedes se registraron los primeros decesos– y en el Congreso se ha presentado una moción de interpelación contra el ministro del sector, César Vásquez.
Y, por encima de todo, sobrevuela la duda sobre cómo fue posible que una empresa con tantos años de experiencia como Medifarma cometiera un error criminal, y cómo ni el personal de la Digemid (que se supone está para garantizar la seguridad de los productos sanitarios) ni el de la Clínica Sanna (una de las más prestigiosas del país) pudo advertirlo a tiempo. Una duda que no es poca cosa, pues golpea la confianza de los peruanos en su sistema de salud, que ya de por sí está bastante deteriorada.
Las autoridades tienen la labor de convencer a la ciudadanía de que algo así no volverá a repetirse ni remotamente. De lo contrario, mucho me temo que el suero de Medifarma se seguirá cobrando vidas, incluso cuando el lote defectuoso ya no esté en circulación.

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