En el Perú ignoramos la pócima política de la popularidad gubernamental. Conocemos perfectamente, en cambio, la de la impopularidad. Lo curioso es que todos los gobiernos abracen la fórmula que garantiza la bancarrota política. Nuestros gobernantes meten los dedos al enchufe una y otra vez con una extraña indiferencia frente al chicotazo eléctrico que, cualquiera reconoce, están por sufrir.
La fórmula de la impopularidad tiene una raíz ideológica: la teoría de la modernización. En ciencias sociales, ella alude, en términos muy generales, a una forma de comprender el desarrollo según la cual los países al modernizarse –esto es, cuando se urbanizan, superan niveles de pobreza extremos, aumentan sus tasas de alfabetización, complejizan y fortalecen sus economías, entre otros indicadores sociales y económicos– también desarrollarán unos sistemas políticos más democráticos, institucionalizados, inclusivos. Es decir, la modernización de la economía y la sociedad conduce, casi espontáneamente, a la construcción de mejores instituciones. La traducción práctica de esto es que, lógicamente, debemos poner todos los huevos en la canasta del crecimiento económico pues luego aparecerán también en la canasta del desarrollo institucional.
Hace veinte años que nuestros líderes políticos, empresariales, intelectuales, tecnocráticos y mediáticos han hecho suya la teoría de la modernización. Yo mismo publiqué un libro en el 2007 que tenía su retintín modernizador. Pero a estas alturas la teoría hace agua. Después de años brindándole la más absoluta prioridad al crecimiento económico y constatar que su expansión no se traduce en unas instituciones más sólidas y legítimas, ni en una política más ordenada, es hora de ponerla en entredicho. Este país es mucho más rico que hace veinte años y, sin embargo, se nos desmondonga política e institucionalmente por todos lados. Si la modernización no ha producido los sistémicos resultados que ofrecía, sí ha labrado, en cambio, un país signado por lo que llamo el “síndrome Pablo Escobar”. El capo colombiano, señaló alguna vez: no soy un hombre rico, soy un pobre con plata. En el Perú hemos descubierto exactamente eso: somos un pobre con plata.
Nuestro PBI se ha multiplicado casi por cuatro en 16 años, mientras en el norte del país se expandieron zonas sin ley ni paz de tintes centroamericanos (la ciudad de Tumbes ya posee una tasa de homicidios que, menor que la de Honduras, es mayor que la de Guatemala); hemos vinculado exitosamente nuestra economía al comercio global a través de incontables tratados de libre comercio, al mismo tiempo que destacamos entre los campeones de la esclavitud moderna en América Latina y el mundo; reducimos desigualdad económica mientras proliferan enclaves infernales de destrucción ambiental y moral (durante la última década, solo en Madre de Dios, al menos 1.300 km2 fueron deforestados y, junto a Colombia, poseemos la mayor presencia de tráfico sexual ligado a la minería en el mundo); nuestro ingreso per cápita es ahora uno bastante saludable, pero la amargura ciudadana hacia sus instituciones democráticas es una bomba de tiempo; muchos más ciudadanos acceden a crédito para comprar una casa o un auto, pero deben vivir enrejados y rodeados de guachimanes. En resumen, escasean los lazos sociales, institucionales, políticos, que, además de la prosperidad, fundamentan el desarrollo en cualquier parte del mundo. O sea, somos pobres con plata.
Mi punto no es que debamos deshacernos del “modelo económico” –no se me ponga nervioso, amigo lector de El Comercio– sino que el paradigma de la modernización, bobamente confiado en que priorizar el crecimiento económico es la puerta a un mejor Estado, unas instituciones más estables, o una mejor democracia, está averiado. La voluntad incansable de las últimas décadas por construir una economía más saludable ha dado como resultado, oh sorpresa, una economía más saludable. Pero no se tradujo en beneficios institucionales. Y la gente lo sabe perfectamente.
Lo recordaba Alfredo Torres hace unos días en estas páginas: para los peruanos los problemas principales son la violencia y la corrupción. No los agobia el déficit fiscal que lega Humala. Los abruma el crimen, los faenones, la impunidad, el desamparo, la incertidumbre, la injusticia. ¿Y qué era lo único que los peruanos le reconocían a Humala? No el tratado de libre comercio con la Unión Europea; le agradecían la expansión de programas sociales. Así, aunque los hechos demuestran que, primero, la modernización no cumplió con lo prometido y, segundo, que la ciudadanía reclama priorizar la construcción de un Estado de derecho y una república justa, ¿qué domina la imaginación y esfuerzo de nuestros gobernantes? Destrabar inversiones, meterle un puntito más al PBI, agilizar la competitividad.
En el Perú hace rato que alguien debería parar la pelota, regresarla a la defensa, tenerla, y pensar con calma y cabeza guardiolista: ¿para qué queremos el crecimiento? Ok, empeñemos todo por un punto más de PBI y crezcamos a 5% en lugar de 4%... ¿De ese puntito adicional surgirá la decisión y estrategia para tener un Poder Judicial respetable? Lo triste y paradójico es que somos conscientes de que los grilletes que nos atan al subdesarrollo no están principalmente en la esfera económica y, sin embargo, continuamos privilegiando a la economía. Perdón, pero… ‘It’s not the economy, stupid’.
Hechizados de modernización, carecemos de amuleto alternativo. Este gobierno, empujado por una segunda vuelta donde triunfó la preocupación por el Estado de derecho contra la corrupción y el autoritarismo, comprendió brevemente la necesidad de priorizar la construcción de una república justa. Que había que apostar el capital político en nuevas prioridades. El discurso republicano de PPK al asumir el poder dio frutos. El antipático candidato se convirtió, ipso facto, en popular presidente. Luego volvimos al ritual de lo habitual: con un suave golpe de codo, la modernización quitó del camino a la república.
El gobierno regaló la Defensoría del Pueblo, ha comprometido la solidez del BCR, ofrendó la Sunat. La breve voluntad republicana fue derrotada por la inercia modernizadora. Cuando el advenedizo Carlos Moreno monta un negociazo, se le expulsa con jacobinas promesas de muerte civil; cuando “gentita” Jaililie merodea el Estado, el hombre merece una segunda oportunidad. Cuando la OCDE (no el Frente Amplio) pide esfuerzos para reducir la elusión tributaria, el ministro de Economía responde “ahorita no, joven”. En un trueque fáustico, canjeamos Estado de derecho por reactivación vía decreto.
Pero la dificultad para una práctica republicana no es un asunto de maldad o ineptitud. Estamos ideológicamente incapacitados para respirar fuera del pulmón de acero de la modernización. Incluso alguien innovador y genuinamente preocupado por el Perú como el primer ministro Fernando Zavala resbala en la modernización. Hace una semana publicó en estas páginas el artículo “Por un Estado más ágil y moderno”, título que revela una preocupación infrecuente por el Estado en nuestros gobernantes. Sin embargo, la prioridad del artículo era notoriamente el “destrabe de inversiones” pues “solo si somos capaces de echar a andar nuestra economía de forma sostenida podremos dar una respuesta adecuada a las demandas de nuestra ciudadanía en materia de seguridad, salud y servicios públicos esenciales”. Este es el supuesto modernizador que, sostengo, debemos poner en entredicho. El Estado de derecho y la república no son un subproducto del crecimiento económico. Merecen y deben ser prioritarios en sí mismos.
Por lo demás, este es el tobogán del descrédito político que nuestros políticos conocen bien. El gobierno desperdicia la oportunidad de hacer una política innovadora, distanciada tanto del populismo de derecha fujimorista como de la inconsistencia democrática del Frente Amplio. Toledo, García y Humala también se hipotecaron al mito modernizador. Ayudaron a construir el síndrome Pablo Escobar y la ciudadanía lo retribuye con un repudio indisimulable: los votos de Toledo y García juntos en la última elección apenas sumaron 7%. ¿Qué inclinaciones autodestructivas llevarían a alguien a reemprender tal ruta?
¿Permitirá el gobierno un Tribunal Constitucional infestado de intereses particulares asociados al fujimorismo? ¿Entregará la cabeza de Jaime Saavedra para reemplazarla con un Trelles o Boloña del nuevo milenio? ¿O, más bien, se animará a representar a quienes lo eligieron en nombre del Estado de derecho? Veremos. En todo caso, si opta de lleno por la modernización, continúo sospechando, el país, como un hámster, seguirá correteando su trajinada rueda de riqueza y subdesarrollo.