Javier Díaz-Albertini

Estaba reflexionando sobre el legado de cuando recordé que, en 1990, a pocos días del paquetazo fujimorista, unos amigos extranjeros de visita me pidieron que les explicara el significado del término ‘enyucar’. Lo hacían en referencia al hecho de que la mayoría de los diarios y noticieros presentaban al entonces presidente Alberto Fujimori como un engañador y decían que había enyucado el país. Así fue porque basó su exitosa campaña electoral en la promesa de no realizar el paquetazo económico sugerido por su opositor Mario Vargas Llosa. Sin embargo, a los 11 días en el poder, decretó el ‘fujishock’.

La expresión “meter la yuca” es (casi exclusivamente) peruana y se refiere, como sabemos, a un gran engaño, pero acompañado de una clara connotación sexual. Más allá de la enorme grosería que encarna el término, lo que llamaba la atención a los amigos extranjeros mencionados era cuán despreocupada e indiferente se comportaba la población ante tal afrenta, a pesar de lo serio del asunto. En los años siguientes, Alberto Fujimori continuaría enyucándonos. Lo hizo en el autogolpe, vivíamos enyucados, como si nada. Sea por sus robos millonarios, por cómo ‘financió’ la educación universitaria de sus hijos, por su uso corrupto de los fondos de la privatización y del Ministerio de la Presidencia, por su permanente defensa de su asesor Montesinos. Además, nos enyucaba acompañado de su característica sonrisa cachacienta, como decimos en el Perú; derramaba una mezcla de cinismo, ironía y burla.

En buen criollo, Fujimori nos la hizo y a la ciudadanía, abatida por las crisis económica y política, no le quedó otra que aceptar. Hizo del cinismo cachaciento una parte normal y natural de nuestra vida política. Ojo que Fujimori no fue el primero en engañarnos, pero sí lo institucionalizó y lo hizo parte de la identidad política de su movimiento, parte esencial de la actitud de sus militantes y familiares.

En una cultura como la nuestra, sacar provecho de los demás es considerado positivo. Mientras que la veracidad, el respeto a las normas y la consideración a los demás son vistos como una cuestión de débiles. Tener un presidente que te la hace y se sale con la suya implica obviar la sanción u oprobio moral (o electoral), y dar paso a un fervor y apoyo irracional a lo inmoral. Y esa normalización ya se ha convertido en parte de nuestra cultura o conducta política. Lo vemos todos los días cuando autoridades y funcionarios nos engañan y mienten de la forma más descarada posible. Y nuestra única retribución es quitarles el apoyo en las encuestas, y eso no los afecta. Fujimori nos enseñó que el apoyo popular ciudadano podía coexistir con la ausencia de credenciales democráticas. ¿Pero qué podemos esperar de un país de Chibolines?

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.


Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología