En la era de la vigilancia digital, casi todos los noticieros televisivos tienen algún diálogo secreto y vergonzoso que ofrecer. “Oye, hermanito”, “Mira, mi hermano” y “Hola tocayito” (premisa que usaron el diplomático César Bustamante y el juez César Hinostroza), son las palabras estratégicas de un afecto que busca garantizar la complicidad. El morbo que acompaña estas exhibiciones está garantizado pues no hay nada más atractivo para el público que entrar en la intimidad de algún sinvergüenza, pero sobre todo de un sinvergüenza con poder. Estamos acostumbrándonos a escucharlos. Hoy las conversaciones privadas son públicas, para bien y casi siempre para mal.
En una era en la que va desapareciendo la vida privada (la última gran fiesta privada se dio en los años 60 y la hizo Truman Capote en Nueva York), algunos recuerdan una de las novelas más famosas del siglo XX. Hace exactamente 70 años, en junio de 1949, apareció “1984” de George Orwell. Según Orwell, al llegar el año que da título a la novela, los seres humanos viviríamos sometidos al Ministerio de la Verdad (encargado de destruir toda la información veraz y de crear mentiras que el público creyera, algo que hoy parece familiar). También estaríamos bajo el imperio del Gran Hermano, un dictador cuyo gran ojo ocuparía cada hogar en un país que “alguna vez se llamó Inglaterra”. La novela empieza con una frase famosa: “Era un luminoso y frío día de abril, y el reloj daba la una de la tarde”.
La profecía de Orwell se ha cumplido pero no del modo como lo imaginó. Hace poco yo estaba en la piscina de un hotel en México, haciendo los ejercicios que necesita mi espalda. De pronto, un dron, como una mosca electrónica, se acercó revoloteando. Nadie sabía de dónde venía pero el aparato se detenía, como si estuviera buscando algún defecto en cada uno. Los drones son solo un síntoma de un hecho central. Hoy todos vigilamos y somos vigilados a través de aparatos, teléfonos y redes sociales. El Gran Hermano somos todos.
Pensé en eso otra vez hace poco, cuando tomé un taxi que tenía un teléfono adosado a la consola. En los interminables atascos de Lima, el chofer tenía tiempo de usar el WhatsApp para sus fines privados. Poco parecía importarle hacerlo delante de un pasajero. El diálogo que ocurrió en la pantalla fue más o menos el siguiente. “Buenos días, mi amor”. “Buenos días”. “Anoche soñé que nos peleábamos. Me dijiste que estabas con otro hombre”.
La pantalla se detuvo y empezó a oscilar, como si estuviera al tanto de todo lo que ocurría al otro lado. Fue entonces cuando el auto tuvo que avanzar. De pronto vino la respuesta. “Ay, amor. En realidad, quería decirte algo”. Hubo una pausa sintomática en los dedos del chofer, “Qué”. “Mejor hablamos más tarde”. “Pero dime qué”.
Para entonces yo estaba muy asustado de la distracción del chofer. Su mano había empezado a temblar y tenía ojos inflamados. Hasta que de pronto las palabras aparecieron. “Bueno, no quería que lo supieras de este modo. Pero anoche vi a Roberto”.
Fue en ese momento que el auto aceleró y frenó con las justas apenas llegó a la avenida Aramburú.
Yo estaba todavía a una cierta distancia de mi destino pero decidí que era mejor terminar la carrera. Saqué mi billetera, y le di, por algún motivo, algo más de lo que habíamos acordado. Seguramente me entendió. Me había dado un espectáculo involuntario de cómo la vida privada se exhibe, para bien y para mal, entre tantos desconocidos.