Juan Paredes Castro

La situación de Córpac en las últimas horas, la de Petro-Perú de hace largo tiempo y la de la salud y la justicia de toda la vida hace que nos preguntemos por qué las autonomías y descentralizaciones se han vuelto en el país sinónimo de hacer lo que a cada entidad le da la gana.

El gobierno, que es constitucionalmente unitario, está desmembrado en caciquismos locales, regionales y burocráticos. El Estado es igualmente único e indivisible, pero hay más de una pretensión separatista plurinacional amenazándolo.

¿Quién vigila a quién en este laberinto de Gobierno y Estado, en el que la jefatura del Gobierno no quiere ser en verdad también la jefatura del Estado, como manda la Constitución?

La reserva de la jefatura del Estado, sabia y correctamente usada, debe estar sobre toda la organización política del país, como instancia ordenadora y moderadora de su buen funcionamiento. Esto no tendría que afectar la separación de poderes, que requiere de ciertos indispensables grados de coordinación y concertación. De aplicarse eficientemente, con un Consejo de Estado por ejemplo, se aliviarían o evitarían muchas de las crisis políticas que atravesamos.

Los gobiernos municipales y regionales no se sienten parte del Gobierno Central, pero se vuelven locos por el reparto presupuestal que este maneja. Los órganos autónomos y descentralizados carecen, como los primeros, de vigilancia y seguimiento propios del Gobierno y el Estado. Ministerios, viceministerios y direcciones generales viven más hacia adentro que hacia afuera. No se hacen cargo, a conciencia, sobre lo que pasa en escuelas, hospitales, comisarías, carreteras, puertos y aeropuertos.

En el supuestamente modernísimo aeropuerto Jorge Chávez nadie se preocupaba hasta hace poco de que retornaran las horrorosas eventualidades del pasado, porque se tenía una superpista alterna y porque, si algo más fallaba, se disponía de aeropuertos alternos, pero hace 72 horas todos los peruanos descubrimos que no había un superequipo alterno de electricidad por si se presentaba un cortocircuito fatal.

La ciudadanía no espera otra cosa más que le respeten sus derechos a la vida y a la libertad, que le garanticen igualdad de oportunidades y que no le fallen los más básicos servicios de agua, educación, salud, justicia, seguridad y transporte.

Bajo los mismos principios, y por más que no tengan mandato imperativo, los congresistas de la República no pueden hacer lo que quieren sobre sus partidos, bancadas y autoridades legislativas. Fiscales y jueces gozan, asimismo, de competencias jurisdiccionales ajustadas a sus cargos, pero tampoco pueden alejarse de los debidos procesos, favoreciendo a culpables y desfavoreciendo a inocentes, en una suerte de ley de la impunidad en los tribunales.

Lo peor de todo es que la cuestión de quién vigila a quién no siempre puede aplicarse con éxito, porque sencillamente no funciona allí donde la ineptitud y la venalidad no pueden ejercer vigilancia sobre otra ineptitud y venalidad.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor