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Cuando un libro asusta más que la realidad
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Cuando un libro asusta más que la realidad

Cuando un libro asusta más que la realidad

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Nunca pensé que, en el Perú del siglo XXI, vería a un organismo creado para defender la libre competencia dictando, con sorprendente aplomo, qué libros pueden descansar en los estantes de una biblioteca escolar. Pero aquí estamos: la Comisión de Protección al Consumidor del ha multado al colegio Franklin Delano por permitir el acceso de adolescentes a 21 libros considerados “inadecuados”.

“Inadecuados”, según la resolución, porque abordan sexualidad, consumo de sustancias o diversidad. Es decir, los mismos temas que la literatura universal ha explorado desde hace siglos, pero que algunos funcionarios parecen juzgar más peligrosos que la violencia real, la desigualdad persistente o la discriminación cotidiana que rodean a esos mismos jóvenes fuera de las bibliotecas.

Entre los títulos cuestionados aparece “Ojos azules”, la primera novela de Toni Morrison, Premio Nobel de Literatura. Una obra que desnuda el racismo y la crueldad contra una niña afrodescendiente en Estados Unidos, y que, al parecer, resulta más escandalosa para nuestras autoridades que la brutalidad que sigue golpeando a tantas niñas reales en nuestro país. Morrison escribió para que no apartáramos la mirada. El Indecopi, en cambio, ha decidido que los estudiantes mejor no la enfrenten.

El problema de fondo, sin embargo, no es la multa, sino el precedente. La resolución ordena suspender el acceso a esos libros hasta que un comité de padres decida qué es “apropiado”. Dicho de otra manera: la censura convertida en trámite rutinario. Lo más preocupante es la lógica que la sustenta.

El Indecopi ha extendido un deber que solo existe dentro del aula –donde los contenidos pedagógicos sí están regulados– hacia la biblioteca, un espacio distinto, no sujeto a ese nivel de control. Ese salto interpretativo no es un tecnicismo: abre la puerta para que, de ahora en adelante, cada libro colocado en un estante escolar requiera aprobación previa de los padres. Y cuando la lectura necesita permiso, la libertad ya está en peligro.

El colegio ha informado que apelará la decisión. El Indecopi, por su parte, niega que haya censura. Esa negativa, tan vehemente como previsible, solo confirma el problema: cuando una autoridad se apresura a afirmar que no censura, es porque ya ha empezado a decidir qué puede leerse y qué no.

No hace falta exagerar para advertir el riesgo. Si mañana otro colegio, otra institución pública o privada, tiene un libro que incomoda a un grupo organizado, ya sabe que puede denunciarlo. Y también sabe que un funcionario diligente podría prohibirlo en nombre de la ‘protección’. El mecanismo está servido. La puerta, abierta. Y el silencio, dispuesto a instalarse en los estantes.

La censura rara vez hace ruido. No necesita botas ni linternas: a veces le basta un expediente, una lectura torcida de la norma y una multa bien colocada para empezar a vaciar, en silencio, la biblioteca donde debería nacer el pensamiento crítico. Y cuando un organismo creado para regular mercados decide qué pueden leer nuestros hijos, conviene estar atentos. Hoy es un libro en un estante escolar; mañana, si miramos hacia otro lado, será la discusión pública entera. La democracia no suele morir de un solo golpe: se marchita despacio, hoja por hoja, hasta que un día descubrimos que ya no queda nada que leer salvo el manual del censor de turno.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Hugo Coya es Periodista

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