Quien hubiera llegado a Lima en los inicios de 1824 no habría pensado que llegaba a un país independiente o en vísperas de serlo. Iban a cumplirse tres años de la proclamación de San Martín en la plaza mayor de la ciudad de los virreyes, pero la empresa de la independencia parecía estancada y hasta en retroceso.
Lima y el puerto del Callao estaban otra vez en manos realistas. Bolívar pisaba ya nuestro suelo, pero enfrentado al presidente constitucional, José de Torre Tagle, a quien veía como un estorbo sin convicción suficiente para la lucha contra el Gobierno Español. El ejército que trajo San Martín yacía desbandado tras las fracasadas “campañas de puertos intermedios”. En estas circunstancias, el libertador caraqueño, que se había retirado a Pativilca, enfermó de paludismo. “¿Qué piensa usted hacer ahora?”, le interrogó entonces un compungido ayudante. “¡Triunfar!” fue su respuesta.
En los meses siguientes, las cosas comenzaron a pintar mejor para la causa libertaria. De España llegó la noticia del retorno del absolutismo, lo que dejó sin piso a la postura de la élite limeña que, juzgando riesgosa la aventura de la independencia, se daba por satisfecha con una mayor autonomía para la política del país, sin llegar a romper vínculos con el imperio español. En el terreno militar, otro acontecimiento afortunado fue la rebelión del general Pedro Olañeta en el Alto Perú contra el virrey La Serna. Aparte de la desmoralización que este faccionalismo trajo para su ejército, el virrey debió distraer fuerzas para someter al levantisco.
Mientras tanto, Bolívar trasladó la sede de su gobierno a Trujillo y desde Huamachuco, con el valioso apoyo de José Sánchez Carrión, consiguió montar el ejército que debía enfrentar a las fuerzas virreinales. Imponiendo cupos, expropiaciones y levas forzadas, reunió en pocos meses una fuerza de diez mil hombres, sobre la base de la tropa que trajo de Nueva Granada y los restos de los ejércitos de San Martín y las campañas de intermedios. “La guerra se gana con despotismo y no con plegarias piadosas” fue su respuesta cuando las autoridades locales se quejaron de la dureza de sus medidas. Las provincias de Cajabamba, Huamachuco, Huánuco, Huamalíes, Huaylas y Pasco fueron las que debieron soportar, no solo las levas, sino el costo de mantener ese ejército con su contingente de caballos y mulas para el acarreo.
Llegado julio, el ejército patriota marchó hacia el asiento minero del Cerro de Pasco, donde se hallaba la fuerza realista al mando de José de Canterac. En el pueblo de Rancas, Bolívar pasó revista a sus soldados y lanzó su famosa proclama de que la historia estaba a punto de contemplar la empresa más grandiosa que pudiera concebirse, como lo era la libertad de un continente. “La Europa liberal os contempla con encanto”, animó a sus hombres.
La batalla contra lo realistas se libró junto al lago de Junín, en la tarde del 6 de agosto de hace 200 años. La lucha ocurrió entre las caballerías de ambos ejércitos. No hubo disparos, solo el rechinar de lanzas y sables. Quizás por librarse sobre los 4.000 metros de altura, no duró más de una hora. Inicialmente, la caballería realista puso en fuga a la patriota, pero fue en ese momento que, según refiere el historiador Gustavo Montoya, los comandantes Isidoro Suárez y Andrés Rázuri, del escuadrón de Húsares del Perú, que se mantenía como reserva, en vez de acatar la orden de retirada de Bolívar y La Mar, decidieron atacar por la retaguardia a los realistas, cambiando el giro de la batalla.
Junín significó el primer encuentro militar de gran escala en nuestra lucha por la independencia. Su resultado acabó con la leyenda de la invencibilidad de los realistas y sepultó los planes de la élite criolla que, capitaneada por personajes como Riva Agüero y Torre Tagle, prefería un régimen de autonomía moderada, antes que de una independencia franca.