Hacia inicios de los años 90, gran parte de los parques en Lima se habían convertido en áreas enrejadas donde se imponían horarios limitados para el acceso. Espacios muchas veces mal cuidados, pésimamente iluminados, que en los peores casos habían sido tomados por gente de mal vivir; lugares donde apenas había ocasionales paseantes que componían un retrato fugaz de la cotidianidad. Los parques, pues, habían perdido su cobijo.
Muchas razones explicaban este marchitar, acaso las principales sustentadas en el miedo a la insania del terrorismo que nos había llevado a desconfianzas extremas y a recluirnos en nuestros hogares. Y, claro, también las malas administraciones municipales que parecían no creer en el urbanismo, así como la mucha indiferencia de los vecinos, asentados como tantas veces estamos a la queja rápida, pero a la poca cooperación.
Casi tres décadas después, podemos decir que este panorama ha cambiado para bien. Quienes viven cerca de parques o transitan por estos pueden dar fe de que no solo gorriones, tordos o jilgueros inician muy de madrugada sus actividades, sino también esa pléyade de ‘runners’, practicantes de aeróbicos, amantes del crossfit, cultores del yoga y más que han hecho de la disciplina y la armonía su hábito. Y cuando pasan las horas, se suman quienes acuden a mirar las aves o a sentir el fresco, las parejas que se prometen amor, los que aprovechan para leer, descansar o consumir minutos libres. Adultos mayores que charlan y caminan, niños que retozan en los juegos infantiles y personas con mascotas que se juntan para socializar.
Y, por si fuera poco, los grupos que celebran cumpleaños y realizan picnics, los que hacen sesiones de fotos, los creadores de contenido que graban videos para sus redes sociales, amigos que ensayan coreografías para alguna actuación o que juegan un rato en grupos. O, simplemente, paseantes, deambulantes y amantes de la naturaleza. El microcosmos urbano.
Lima es una ciudad que tiene un déficit de 56 millones de m2 de áreas verdes, como recogió un informe de El Comercio hace meses. Por ello, disfrutar de un parque es una fortuna. Digámoselo, si no, a un vecino de Villa María del Triunfo, el distrito con menos m2 de áreas verdes por habitante, apenas 0,37. Una nada en contraste con los 22,09 de San Isidro, los 13,84 de Miraflores o los 9,27 de Jesús María.
Está claro que los parques no pertenecen solo a sus vecinos, aun cuando estos paguen sus arbitrios. Sin embargo, eso no impide que a los usuarios de esos espacios abiertos y públicos se les pueda pedir un mínimo de condiciones y acciones. Cosas que el sentido común –a veces, el más escaso de los sentidos– dicta.
Para empezar, salubridad. Aunque suene elemental, no hay excusa para dejar residuos de comida, ni botellas, ni basura en general, como tampoco para dejar de recoger las excretas de las mascotas. También es crucial el respeto a los demás. El espacio que uno ocupa con su actividad no implica una apropiación –así sea momentánea– ni debe suponer un impedimento para que otros puedan gozar del ocio. Y esto incluye los ruidos molestos.
Y añadamos el cuidado del espacio mismo, de los árboles, arbustos y flores, del césped, de la infraestructura recreativa, de los monumentos y bancas, de todo aquello que pertenece al colectivo. Utilizar los parques para una actividad no es sinónimo de erosionar todo al paso.
En pocas palabras, requerimos de orden, limpieza, responsabilidad y vecindad. Puntos que además recoge la Ley de Gestión y Protección de los Espacios Públicos.
Mucho se ha avanzado en reconocer la importancia de que los parques sean verdaderos puntos de encuentro, pero también existe el riesgo de retroceder. La preocupación más reciente es lo que pasa en Miraflores, donde pareciera que la autoridad edilicia quiere hacer una pantomima del nombre del distrito para que algunas personas se dediquen a mirar flores… pero de lejitos, nomás.
Quizá nos falte entender que en todas las ciudades hay espacios que trascienden los límites distritales y se vuelven emblemas y referentes urbanos, precisamente como los parques y malecones de Miraflores, que más allá de dónde se ubican, pertenecen a toda Lima. A todo vecino, turista o transeúnte. Siempre recordando que el derecho de uno acaba donde empieza el de otro. Y si este se violenta, se torna en abuso. Abonemos entonces a que prevalezca la paz en el disfrute del entorno verde. Lima lo agradecerá.