Seré la enésima persona que intente aportar algo sobre el escándalo en torno de la obra “”, de un grupo de estudiantes de la PUCP, pero me sumo al debate porque hay cosas importantes que decir sobre la libertad de expresión y los tiempos que nos ha tocado vivir.

El mundo occidental está saliendo de una fase en la que hubo predominancia de ideas progresistas en espacios como el de las universidades de élite. El lado positivo de esto es que fortaleció la lucha por los derechos de las minorías, en la que progresistas y tienden a coincidir.

Pero el progresismo de este último tiempo, sobre todo el surgido en las universidades, ha seguido una visión fuertemente identitaria de la política, que define a las personas no tanto por sus cualidades individuales, sino por su pertenencia a una determinada categoría, como si todos los que llevan una misma etiqueta compartieran las mismas virtudes o culpas. Aquí los liberales marcan distancia, porque ven al individuo como moralmente responsable de sus propias decisiones, más allá de su asociación a cualquier grupo.

Específicamente en el ámbito universitario, en países como EE.UU., estos sentidos comunes progresistas han dado pie a que se estime como moralmente virtuoso que un grupo de gente vaya a gritar a un evento en el que participa un orador polémico (digamos, conservador) para impedir que sea escuchado. O que, como contrapartida a eso, se creen “espacios seguros” en los campus para que los alumnos puedan abstraerse de cualquier discurso que sientan que puede ofenderlos. Todo esto, a mi juicio, desnaturaliza el sentido mismo de ir a una universidad, que es poder interactuar con ideas discrepantes (como, dicho sea de paso, sí fue mi experiencia personal en la PUCP).

Ahora estamos entrando a una fase que está virando hacia sentidos comunes conservadores y que tiene sus propios problemas. Nos estamos insertando fuertemente en la posverdad, donde predominan las teorías conspirativas y una suerte de revanchismo tribal que quiere castigar por sus excesos a quienes fueron portavoces del anterior discurso hegemónico.

Este nuevo conservadurismo es fuertemente populista, porque siente que sus ideas o su fe han sido menospreciadas o ridiculizadas por las élites mediáticas, universitarias y hasta empresariales, y toca enfrentarse a estas. Ahora que ha cambiado la marea y son los conservadores los que están ganando elecciones en el mundo, sienten que ha llegado el momento de ser ellos los que decidan qué discurso se admite y cuál se censura.

Estas dos fases que les acabo de describir pueden sentirse como muy diferentes para progresistas y conservadores, pero para los liberales, en cambio, son semejantes. El instinto de querer censurar a quien opina distinto, y sobre todo querer hacerlo por la fuerza o con intervención del Estado, es profundamente antiliberal. Da igual si quien censura lo hace con justificaciones progresistas o conservadoras.

Ahora bien, para no librar de críticas a los propios liberales, que por lo general están viendo esta disputa desde la tribuna por su ausencia de gravitación electoral, hay que decir que el liberalismo de nuestros tiempos se ha vuelto en muchos casos rabioso y soberbio, corrompiendo su propia naturaleza autocrítica y dialogante. Hoy no basta que un liberal se inhiba de censurar; debe además tener muy clara la diferencia entre discrepar con ánimo de convencer y solo hacerlo con el propósito de injuriar.

Volviendo al caso bajo comentario, yo no creo que cualquier alusión a la simbología religiosa califique automáticamente de agravio, pero entiendo cómo un afiche como el de la obra en cuestión pueda resultar particularmente hiriente. Y al reflexionar sobre esta disputa, pienso que quizás una de las principales responsabilidades que tienen hoy los liberales es contribuir a desbaratar la idea de que conservadores y progresistas son como el agua y el aceite y que, por lo tanto, la democracia liberal es una imposibilidad. A todos nos irá mejor si conversamos un poco más.





*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Augusto Townsend Klinge es Fundador de Comité y cofundador de Recambio

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