Con Petro-Perú, el Estado Peruano ha caído en una trampa sin escapatoria: o liquida la empresa, incluyendo la refinería, pero tendría que hacerse cargo de una deuda de más de US$8 mil millones, o capitaliza deuda y extiende líneas de crédito y garantías por alrededor de US$3 mil millones –según una fuente cercana al Gobierno– para salir de la insolvencia y poder operar, con la condición de una reestructuración profunda.
El problema de esta segunda opción es que supone seguir condenados a cargar con una empresa peligrosa y, por eso, la única salida aceptable en este caso sería que junto con el aporte de capital y las líneas de crédito se contrate a un Project Management Office (PMO) para reestructurar a Petro-Perú a fin de que sea posible atraer capital privado hasta un 51% del accionariado. Así es como se hizo con Ecopetrol en Colombia, con Petrobras en Brasil y con otras en Asia.
Es no solo la única forma de cortar la sangría fiscal de ese elefante blanco, y que aporte al país en lugar de succionarle recursos, sino, paradójicamente, es la mejor manera de realizar el sueño estatista de una empresa petrolera nacional fuerte.
Por supuesto, ya hay quienes se oponen a cualquiera de esas dos opciones. Por ejemplo, el exministro Óscar Vera, representante de los trabajadores en el directorio de Petro-Perú, y el expresidente de esa empresa Pedro Chira, increíblemente convocados por la presidenta para discutir alternativas.
Es indignante que ahora todos los peruanos tengamos que poner US$3 mil millones más solo para financiar el desastre generado por los delirios ideológicos de la izquierda y privilegios sindicales de unos cuantos.
Ese monto es muchísimo mayor, por ejemplo, que los S/1.800 millones que se requiere para instalar unidades de flagrancia en todo el país con laboratorios de criminalística y carceletas incluidas, que permitirían sentenciar en 72 horas en lugar de 21 meses y reducir radicalmente la impunidad y la inseguridad. Esa sí es una obligación del Estado.
Petro-Perú es la mejor prueba de la verdad del capítulo económico de la Constitución de 1993, que establece que el Estado solo puede hacer empresa allí donde el privado no entra.
La propia subsistencia de Petro-Perú es inconstitucional. Pero esa verdad deviene del sentido común: una empresa estatal no tiene dueño efectivo, y entonces carece de incentivos para generar eficiencias y rentabilidad. Se convierte en un botín político y sindical, pagado por nosotros.
El problema es que el Estado como tal y los gobiernos subnacionales en particular son un botín patrimonialista. La contraloría reporta cada año S/24 mil millones robados, confesión de su inutilidad.
Los controles inhiben a los honestos, que no toman decisiones, y favorecen a los deshonestos, que no son detectados.
La única manera es entregar a empresas privadas la administración de los servicios públicos contra resultados y, como proponen Fernando Cillóniz y Carlos Basombrío, crear a nivel constitucional organismos autónomos altamente profesionales dedicados a las compras y obras públicas y a los servicios del Estado a todo nivel. Soluciones radicales.